Thomas Stevenson, ingeniero de Obras Públicas – Por Robert Louis Stevenson

La muerte de Thomas Stevenson no significará gran cosa para el lector medio. Su servicio a la humanidad se materializó de una forma de la que el gran público sabe poco y entiende menos. Rara vez venía a Londres y, cuando lo hacía, era por motivos de trabajo. En esas ocasiones seguía siendo un desconocido, un provinciano convencido que se quedó durante años en el mismo hotel donde su padre se había alojado antes que él, leal al mismo restaurante, la misma iglesia, el mismo teatro… todos elegidos por su cercanía. Siempre se negaba a cenar fuera. Tenía su propio círculo de amistades en casa: pocos hombres había más queridos que él en Edimburgo, donde respiraba el aire que mejor le iba; pero allá donde fuese, en los vagones del tren o en los salones de fumar de los hoteles, su conversación de peculiar humor y su honestidad transparente le granjeaban enseguida amigos y admiradores. Sin embargo, para el público en general y para el ambiente de Londres —salvo tal vez para las salas de comités parlamentarios— era un desconocido. Sus faros estaban siempre en todas partes del mundo, guiando a los marinos; su empresa tenía ingenieros consultores que trabajaban con el Consejo de los Faros de India, Nueva Zelanda y Japón, de manera que Edimburgo se convirtió en centro mundial de esa rama concreta de ciencias aplicadas. En Alemania le llamaban «el Néstor de los faros». Y hasta en Francia, donde sus solicitudes fueron denegadas una y otra vez durante mucho tiempo, recibió finalmente reconocimiento y medalla con ocasión de la última Exposición Universal. Para mostrar con un ejemplo la errónea proporcionalidad de su reputación, que en su país era moderada aunque se le conocía en todo el mundo, les contaré esta anécdota: un amigo mío estuvo este invierno de visita en Centroamérica y un peruano le preguntó si conocía «al señor Stevenson el autor, porque sus obras eran muy admiradas en Perú». Mi amigo supuso que se refería al escritor de cuentos, porque el peruano nunca había oído hablar de El señor Jekyll. Lo que quiso decir, lo que era muy admirado en Perú, eran los tratados del ingeniero.

Thomas Stevenson nació en Edimburgo en el año 1818. Era el nieto de Thomas Smith, primer ingeniero del Consejo de Faros del Norte e hijo de Robert Stevenson, hermano de Alan y David. Su sobrino, David Alan Stevenson, que le sucedió tras su muerte, es el sexto miembro de la familia que, bien por sucesión bien simultáneamente, ha ocupado ese cargo. El faro de Bell Rock, el gran triunfo de su padre, se terminó antes de que naciera, pero él trabajó a las órdenes de su hermano Alan en la construcción de Skerryvore, el más noble de todos los faros de alta mar que están en uso. Y junto con su hermano David añadió otros dos —el de Chickens y el de Dhu Heartach— a ese pequeño número de puestos remotos que el hombre ha colocado en el océano. Estos dos hermanos aquí citados instalaron no menos de veintisiete lámparas-balizas y unas veinticinco balizas[1]. También contribuyeron a la construcción de muchos puertos, con éxito; aunque hubo uno, el puerto de Wick —el mayor desastre de la vida de mi padre[2]— que fue un fracaso; el mar era más fuerte que las artes del hombre, y tras empeñar recursos hasta entonces inimaginables, a una escala hiperciclópea, hubieron de abandonar el plan: ahora no es más que una ruina que se erige en esa bahía desolada y dejada de la mano de Dios, a diez millas de John-o’-Groats. En la mejora de los ríos también hicieron grandes obras estos hermanos, tanto en Inglaterra como en Escocia: ningún ingeniero inglés se acercaba a su experiencia.

Era en este campo donde se centraban la tarea profesional y las investigaciones científicas e invenciones de mi padre; todas ellas procedían de su actividad diaria, y revertían en ella. Era un ingeniero de puertos que sintió interés por la forma en que las olas se propagaban y se podían reducir, tema complicado en relación con el cual ha dejado tras de sí muchos materiales sugerentes y algunos resultados aproximados interesantes. Se la tenía jurada a las tormentas: eran su principal adversario, y fue precisamente estudiando las tormentas como llegó al estudio de la meteorología, en sentido más amplio. Muchos que no conocían otras facetas suyas supieron de él a través de sus tableros bordeados con listones para las herramientas, y tal vez hasta lo tengan en sus jardines. Pero el gran logro de su vida fue, sin duda, la óptica aplicada a la iluminación de los faros marítimos. Fresnel había hecho grandes avances: había instalado el elemento de iluminación fijo aplicando un principio que aún parece imposible mejorar. Luego llegó Thomas Stevenson y llevó a una perfección relativa la luz giratoria, con lo que en Francia se sintieron ciertos celos y surgió una gran controversia. Pero llegó su momento: como ya he dicho, hasta en Francia triunfó. Si no lo hubiera hecho tampoco habría tenido mucha importancia, porque durante toda su vida mi padre estuvo justificando su invento con nuevos avances. Diseñaba nuevos sistemas para los focos, en situaciones también nuevas, con la misma capacidad inagotable de búsqueda de la perfección y la misma ingenuidad de recursos. Y aunque el foco giratorio reflector sigue siendo, quizás, su invento más elegante, es difícil considerarlo mejor que el sistema de condensación, muy posterior, con sus mil modificaciones posibles. El número y el valor de estas mejoras le han valido el título de benefactor de la humanidad: en todas partes del mundo hay una porción de tierra firme que espera recibir a los marinos sanos y salvos. He de decir dos cosas: una, que Thomas Stevenson no era matemático. Su agudeza natural, su amor por las leyes náuticas y una enorme consideración le condujeron siempre a las conclusiones adecuadas; pero muchas veces calcular la fórmula necesaria para fabricar los instrumentos que había concebido estaba fuera de su alcance, y tenía que pedir ayuda a otros. Uno de estos colaboradores fue su primo y amigo íntimo de por vida, el profesor emérito Swan, de St. Andrews, y posteriormente su otro amigo, el Profesor P. G. Tait. Resulta curioso —y ha de servir para dar ánimos a los demás— que un hombre «tan mal dotado» tuviera éxito en una de las sendas más arduas y abstractas de las ciencias aplicadas. Lo segundo que quiero decir es algo relativo a la familia en su totalidad, aunque muy especialmente a él, dado el gran número y la importancia de sus inventos: teniendo como tenían los Stevenson un nombramiento gubernamental, siempre consideraron su trabajo original como algo cuyo destinatario era la nación, y ninguno de ellos solicitó una patente. Esa es otra razón por la que su nombre ha permanecido en oscuridad relativa; porque una patente no solo proporciona dinero: también, de manera infalible, difunde la reputación de uno. Y los instrumentos que inventó mi padre han entrado a formar parte de cientos de faros, y han pasado anónimos a un centenar de informes, mientras la patente más insignificante habría sobresalido y contado por sí misma la historia del autor.

Pero el trabajo de toda una vida de Thomas Stevenson permanece; lo que hemos perdido, lo que ahora queremos recordar, es un amigo y un compañero. Era un hombre de cepa antigua, en cierto modo: con una mezcla de severidad y dulzura muy escocesa, que al principio desconcertaba un poco; con una melancolía y una disposición profundas y esenciales y (algo que suele acompañar a todo esto) un humor genial cuando estaba en compañía; era astuto e infantil, de afectos apasionados, de prejuicios apasionados; era un hombre de extremos, con muchos defectos de temperamento, sin un punto de apoyo estable para sí, en medio de las dificultades de su vida. Aun así era un sabio consejero, y muchos hombres —nada desdeñables— le pedían parecer habitualmente. «Me senté a sus pies», escribió uno de estos hombres, «cuando le pedí consejo, y cuando vi su ancha frente preparada para la meditación y la boca firme emitió el veredicto, supe que no había hombre que pudiera añadir nada a su conclusión». Tenía un gusto excelente, aunque algo caprichoso y parcial; coleccionaba muebles antiguos y le encantaban sobre todo los girasoles, mucho antes de la época de Wilde; experimentaba un placer duradero contemplando fotos y pinturas; era devoto admirador de Thomson de Duddingston en un tiempo en los que pocos eran de ese gusto y, aunque leía poco, era fiel a sus libros favoritos. Nunca estudió griego; el latín, sin embargo, volvió a repasarlo por su cuenta después de abandonar el colegio, donde solía vaguear bastante; menos mal, porque sus autores favoritos eran Lactantius, Vossius y el Cardenal Bona. Del primero leyó sus libros durante veinte años ininterrumpidamente: los tenía junto a él en su despacho, los llevaba en la bolsa durante sus viajes. La obra de otro viejo teólogo, Brown de Wamphray, estaba a menudo entre sus manos. Cuando no se encontraba bien leía dos libros: Guy Mannering y The Parent’s Assistant, de los que nunca se cansaba. Era Conservador impenitente o, como él prefería decir, un Tory; excepto en un aspecto: sus puntos de vista se veían modificados por un sentimiento galante e impetuoso hacia las mujeres. Estaba a favor de una ley matrimonial en la que cualquier mujer pudiera obtener el divorcio si lo solicitaba y un hombre no pudiera obtenerlo en modo alguno, y el mismo sentimiento encontró otra forma de expresarse en una Misión de la Magdalena en Edimburgo, que fundó y en gran medida sostuvo él mismo. No era más que uno de los muchos canales por los que daba salida pública a su generosidad, aunque la privada igual de natural. La Iglesia de Escocia, cuya doctrina profesaba (aunque siempre a su manera) y por la que sentía la lealtad de un miembro de un clan, se beneficiaba muchas veces de su tiempo y su dinero, y aunque por un sentido macabro de su propia falta de mérito nunca hubiera aceptado ser titular de algún cargo, siempre le pedían consejo y él siempre sirvió en numerosos comités. Lo que tal vez más valoraba de su profesión eran sus contribuciones a la defensa de la cristiandad: una, en particular, fue elogiada por Hutchingson Stirling y se imprimió a petición del Profesor Crawford.

He dicho que tenía un sentido macabro de su propia falta de mérito. También era macabro su sentido de la fugacidad de la vida y su preocupación por la muerte. Nunca había aceptado las condiciones de la vida del hombre ni su propio carácter, y sus pensamientos más íntimos siempre estaban teñidos de melancolía celta. Los casos de conciencia le resultaban a veces muy dolorosos, y el delicado empleo de un testigo científico le costaba muchos recelos. Pero siempre encontraba un respiro para estos problemas que le causaba el trabajo: lo encontraba en el estudio de las ciencias naturales, al que dedicó toda su vida, en la compañía de aquellos a quienes amaba, en sus paseos diarios, que unas veces le llevaban a adentrarse en el campo con algún amigo con el que se llevara bien y otras a merodear por la ciudad, yendo de una librería de viejo a otra y estableciendo un romántico conocimiento con cada perro que se encontraba. Su charla, compuesta por una fuerte conciencia de ley, y otro tanto de extraño humor, revestida por un lenguaje tan preciso, divertido y empático, era un delirio perpetuo para cualquiera que le conociera antes de que su mente empezara a nublarse. Su empleo del idioma era exacto y pintoresco y, cuando al principio de su enfermedad comenzó a sentir que las fuerzas le abandonaban, era extraño y doloroso oírle rechazar una palabra tras otra porque ninguna le resultaba adecuada, y acabar desistiendo de la búsqueda y dejando la frase inacabada mejor que acabarla de un modo inapropiado. Era tal vez otro rasgo céltico el que sus afectos y emociones, apasionados como eran y capaces de provocarle altibajos también apasionados, encontraran la forma de expresarse con elocuencia tanto con palabras como con gestos. El amor, la ira y la indignación brillaban a través de él y estallaban en imágenes, como hemos leído que sucede con las razas del Sur. A pesar de todos estos extremos emocionales, a pesar del fondo melancólico de su carácter, llevó una vida feliz, en general. Tampoco fue menos afortunado en su muerte, que le sorprendió, al final, sin que se diera cuenta.

“Thomas Stevenson, ingeniero de Obras Públicas”, pertenece al libro “Vivir”, de Robert Louis Stevenson. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.