He leído en alguna parte que hay dos reacciones ante el caos: ponerle un nombre y recurrir a la violencia. Ponerle un nombre puede funcionar sin dificultad cuando a disposición de ese proceso existen una población o un elemento geográfico al que supuestamente nadie ha asignado nombre antes o al que se lo han arrebatado. En caso contrario, hay que contentarse con renombrar a la fuerza. La violencia se considera una reacción al caos (a lo indomado, lo salvaje, lo agreste) inevitable a la vez que benéfica. Cuando se conquista un territorio, la ejecución de tal conquista, y de hecho su objetivo, es controlarlo remodelándolo, desplazándolo, dividiéndolo o penetrándolo. Y eso es lo que se considera la obligación del progreso industrial o cultural. Por desgracia, este último encontronazo con el caos no se limita al territorio, a las fronteras o a los recursos naturales. Para lograr el progreso industrial también es necesario ejercer violencia sobre las personas que pueblan el territorio, ya que se resisten y se revelan anárquicas, se revelan parte del caos; en algunos casos, ese control ha servido para introducir modalidades jerárquicas nuevas y destructivas, cuando ha tenido éxito, y para provocar intentos de genocidio, cuando no.
Existe una tercera respuesta al caos de la que no he leído nada: el silencio. El silencio surge del asombro, de la meditación; el silencio procede también de la pasividad y de la estupefacción. Es posible que los primeros habitantes de este país se plantearan las tres cosas: el nombrar, la violencia y el silencio. Sin duda, esto último está presente (o eso parece) en Emerson, en Thoreau y en la capacidad de observación de Hawthorne. También puede rastrearse su pista hasta los valores puritanos. Sin embargo, en contraste con la población indígena de América y con el grueso de las poblaciones transportadas desde África, el nuevo silencio estadounidense se vio apuntalado, incluso atenuado, por el pragmatismo. Siempre se incluía en la ecuación la necesidad de preparar el terreno para los herederos, para un futuro lejano indiferente al pasado, y también se añadía la virtud de la riqueza como recompensa de Dios, puesto que no acumularla era pecado. Ese «silencio» sumamente materialista practicado por los inmigrantes clericales/religiosos suponía un claro contraste con la filosofía del «coge solo lo que necesites y deja la tierra como la has encontrado» propia de las sociedades preindustriales. Uno de los aspectos más interesantes de la formación cristiana de la responsabilidad pública y privada es la negociación entre la frugalidad y el asombro, entre el consuelo religioso y la explotación natural, entre la represión física y la recompensa espiritual, entre lo sagrado y lo profano. Dicha negociación persiste en la tensión entre esas tres respuestas al caos: el nombrar, la violencia y el silencio. Claro que en su mayoría los colonos de América del Norte no fueron ni mucho menos los santurrones asustadizos ni los indulgentes pero sombríos personajes de Plymouth Rock dignos de veneración nacional, de principios de mercantilización y de ilusiones nostálgicas. Creo que aproximadamente un dieciséis por ciento sí lo eran, pero queda un ochenta y cuatro por ciento de «otros», como se lee en los formularios del censo. No obstante, incluso entre ese dieciséis por ciento la idea ya ambivalente del silencio cómplice no tardó en disiparse tras la llegada de la industrialización. Y fue gracias a la abundante reserva de mano de obra gratuita constituida por esclavos, criados que pagaban así su pasaje a las colonias, reos y personas incapaces de saldar sus deudas, así como de mano de obra barata ofrecida por inmigrantes pobres que huían del endeudamiento, el hambre y la muerte. Mientras Twain otorgaba un trato de favor a la vida, el lenguaje y el humor rurales, mientras dotaba de anhelos pastorales al Mississippi y los caminos y las carreteras estadounidenses del siglo XIX, iba invirtiendo en proyectos lucrativos que acabaron resultando desastrosos, y sin duda fomentaba y disfrutaba en sus personajes la búsqueda del oro y la inteligencia de las estrategias rentables. Fue Ralph Waldo Emerson, nuestro intelectual retraído y trascendentalista, quien escribió en referencia a la fiebre del oro californiana: «Daba igual a qué métodos inmorales se recurriera: la función de la fiebre del oro era acelerar la colonización del Oeste y la llegada de la civilización» (la cursiva es mía).
Por descontado, a Melville le preocupaban las contrademandas de un capitalismo floreciente que iba reflejando la fuerza de la naturaleza o se empalaba con ella. Entre otros muchos ejemplos, Moby Dick, Billy Budd, Chaqueta Blanca o Benito Cereno abordan las consecuencias de la presión económica sobre el «inocente», el trabajador ingenuo y su «capitán». Todo ello dentro del contexto de esos dos tercios del planeta que representan el caos, esto es, el mar, y lo que parece ilustrar con mayor claridad las tres reacciones: el nombrar (las cartas de navegación, los mapas, las descripciones), la violencia (la conquista, la caza de ballenas, los barcos negreros, la flota naval, etcétera) y el silencio (la reflexión personal, las guardias inútiles a bordo de barcos que dan lugar a los pasajes más introspectivos). Poe reaccionaba ante el caos recurriendo a la violencia y nombrando. Recurría a la violencia en su atracción por los condenados, los moribundos, la mente del asesino. Nombraba con sus insistentes notas «científicas» a pie de página, sus comentarios, su indexación de datos históricos y geográficos. Sin embargo, esos escritores, y de hecho todos los estadounidenses, tenían a su disposición otro elemento más para enfrentarse al caos. La naturaleza, el Oeste «virgen», el espacio, la proximidad de la muerte… Todo eso tenía su importancia, pero la disponibilidad de un caos interno, de un desorden inventado, de un otro supuestamente primitivo, salvaje, eterno y atemporal es lo que confiere a la historia estadounidense su formulación propia y peculiar. Ese otro, como ya hemos sugerido, era la presencia africanista. Los colonialistas norteamericanos y sus herederos podían responder y respondían a ese «caos» útil y controlable a fuerza de nombrar, de recurrir a la violencia y, ya mucho más adelante y de un modo vacilante, cuidadoso y prudente, con ciertas dosis de silencio pragmático. Una vez más, acudimos a la literatura, a los escritores, en busca de las pruebas y las representaciones de esa reflexión sobre la dominación. Y ahí vemos silencio (en Melville, por ejemplo) en la negativa a nombrar para analizar el misterio, el mensaje de la inscripción misma del caos. En la negativa a ejercer violencia, la negativa a conquistar, a explotar, para en cambio afrontar, para penetrar y para descubrir, por así decirlo, de qué estaba compuesta o podía estar compuesta esa presencia.
En ese contexto me gustaría leer a Gertrude Stein: su minuciosa investigación de la vida interior de ese otro y los problemas de no intervención que planteaba y en los que cayó. La «modernidad» de la que Stein suele considerarse precursora adopta muchas formas: si consideramos que la modernidad tiene como característica permanente la fusión de formas, el deshilachado de los límites, la ausencia de fronteras, la mezcla de medios, la amalgama de ámbitos, la redefinición del género, de los papeles tradicionales, la apropiación de distintas disciplinas, antes independientes, para ponerlas al servicio de otras nuevas o convencionales, la combinación de períodos históricos y estilos artísticos, podemos repasar los distintos métodos seguidos por la literatura estadounidense para recorrer ese camino. En Estados Unidos, la primera marca, el primer indicio aterrador de amalgama, de fusión y de disolución de lo que se consideraban las fronteras «naturales» fue la mezcla racial. Fue lo mejor representado, lo más alarmante, lo más perseguido a base de legislación y la incursión más deseada en un territorio prohibido, desconocido y peligroso, pues representaba el descenso a la oscuridad, a lo proscrito y a lo ilícito: una ruptura provocadora y escandalosa con lo conocido.
En términos de adopción de la modernidad en la literatura, lo cual también vale en el caso del avance de las artes plásticas en la misma dirección, el terreno imaginativo en el que tuvo lugar esa evolución fue y es en grandísima medida la presencia del otro racializado. Explícita o implícita, esa presencia determina de maneras elocuentes, fascinantes e ineludibles la forma de la literatura de este país. Al alcance de la mano de la imaginación literaria, constituía una fuerza mediadora a un tiempo visible e invisible, de modo que incluso, y en especial, cuando los textos estadounidenses no «tratan» las presencias africanistas, la sombra planea sobre ellos en las implicaciones, en los signos y en las líneas de demarcación. No es casual ni mucho menos que las poblaciones inmigrantes entendieran y sigan entendiendo su «identidad estadounidense», su «americanidad», por oposición a la población negra existente. De hecho, la raza se ha vuelto tan metafórica, y como metáfora tan sumamente necesaria para la americanidad, que rivaliza con el viejo racismo seudocientífico y clasista que tan bien conocemos. Como metáfora, es posible que Estados Unidos pueda prescindir de esa presencia africanista, ya que, en este tramo del siglo XX, si los estadounidenses han de ser diferentes, si han de ser «americanos» de algún modo que los diferencie de los canadienses, de los latinoamericanos, de los británicos, les toca ser estadounidenses blancos, una distinción que depende de una oscuridad con la que siempre puede contarse. En lo más profundo del término «americano» está su vinculación con la raza. (Una observa que identificar a alguien como surafricano es decir muy poco; necesitamos un adjetivo para representar a un «surafricano blanco» o un «surafricano negro». En Estados Unidos sucede justo lo contrario: «americano» equivale a «blanco» y las poblaciones africanistas deben luchar para apropiarse la palabra a base de prefijos y alusiones a la identidad étnica.) Los estadounidenses no contaban con una nobleza disoluta y depredadora a la que arrebatar su identidad al tiempo que codiciaban su libertinaje. Da la impresión de que fusionaron el desgarro y la envidia en su contemplación cohibida e introspectiva del africanismo mitológico.
Para la aventura intelectual e imaginativa de los escritores que se ha dado en calificar de «modernos», ese práctico otro africanista era cuerpo, mente, caos, bondad y amor, la ausencia de restricciones, la presencia de restricciones, la meditación sobre la libertad, el problema de la agresividad, la exploración de la ética y la moral, las obligaciones del contrato social, la cruz de la religión y las ramificaciones del poder. Los autores (estadounidenses) que eluden esa influencia son los que han abandonado el país, pero no en todos los casos.
Algunos observadores críticos sagaces consideran que el individualismo a la americana excluía la posibilidad de (no dejaba sitio a) un otro y que, en el caso del machismo, se borraba al otro como significante, como no persona. Yo tengo la impresión de que podría suceder lo contrario, a saber: que el individualismo surja de la colocación en el exterior de un yo firmemente cautivo. De que no podría existir interior alguno, yo individual estable y duradero alguno, sin haber fraguado y fabricado con minuciosidad un género extrínseco y, del mismo modo, una sombra extrínseca, externa. Ambos están conectados, pero solo en los límites exteriores del yo, en el cuerpo. Que eso era cierto en el caso de los hombres blancos debería quedar claro. Y dado que la definición del estadounidense es un hombre blanco diferente, y un buen estadounidense o un estadounidense de éxito es un hombre blanco diferente y poderoso, todo el entramado funciona gracias a la negritud, a la condición femenina, a las estrategias de desfamiliarización y a la opresión. Bernard Bailyn ofrece un retrato sumamente sucinto y fascinante de ese proceso clásico de autoperpetuación y autodefinición. Entre los inmigrantes y colonos que recoge en su extraordinario libro Voyagers to the West [‘Viajeros hacia el Oeste’] está un personaje bien documentado llamado William Dunbar.
La sorprendente conclusión del breve paso de ese estadounidense en particular por el libro es que su exitosa formación como individuo tiene cuatro consecuencias deseables: la autonomía, la autoridad, la novedad y la diferencia, así como el poder absoluto. Esas ventajas se traducen, en los siglos XIX y XX, en el individualismo, la diferencia y el ejercicio del poder. No es de sorprender que sean también las principales características de la literatura estadounidense. La novedad y la diferencia, el individualismo y el poder heroico. Esos términos se traducen, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial, de la siguiente manera. La «novedad» del siglo XIX pasa a ser la «inocencia» del XX. La «diferencia» se convierte en el sello de la modernidad. El «individualismo», el culto al Llanero Solitario, se fusiona con un desafecto alienado y cargado de soledad (que sin embargo sigue siendo inocente); y, por descontado, tenemos la interesante digresión, que no vamos a analizar aquí, representada por su inseparable Toro. Lo que más me intrigaba era por qué era solitario ese llanero si siempre iba acompañado de Toro. Ahora comprendo que, dada la naturaleza racial y metafórica de su relación, podemos considerarlo «solitario» precisamente debido a Toro. Sin él sería, supongo, «el Llanero», sin más. La heroicidad del poder dio paso, después de la guerra, a los problemas derivados del uso y abuso del poder. Cada una de esas características queda determinada, en mi opinión, por una conciencia y una utilización complejas de un africanismo construido como terreno y estadio de entrenamiento para su identidad. ¿De qué se subraya siempre tanto que están hechos los estadounidenses? ¿Cuál es la relación de la modernidad con la presencia activa desde un punto de vista creativo de los afroamericanos? (Alguien me ha señalado que, siempre que la industria cinematográfica desea presentar y presenta alguna tecnología o alguna apuesta de todo punto nuevas, recurre a personajes, relatos o lenguajes africanistas. La primera película hablada de gran alcance fue El cantante de jazz, el primer taquillazo fue El nacimiento de una nación, la primera telecomedia fue The Amos ‘n’ Andy Show y, aunque no encaja del todo en esa argumentación, solo casi, el primer documental fue Nanuk, el esquimal. Y probablemente en ninguna parte se rebata que la banda sonora que más ha influido en los cineastas «modernos» ha sido lo que en Estados Unidos llamamos «música negra».) Para volver al asunto que nos ocupa, la última pregunta sería: ¿de qué se aleja al individuo, sino de su yo «blanco», dentro de un pluralismo perdurable y expresado, pero de algún modo mantenido de forma fraudulenta? Esa última pregunta se centra en la ostentación, la retención y la distribución del poder.
He mencionado a Gertrude Stein como paradigma o precursora de la modernidad. Ahora me gustaría analizar una de sus obras más alabadas para ilustrar lo que considero un despliegue fascinante de americanidad literaria, para tratar de determinar su vinculación de esta con las innovaciones de la autora, con su novedad, con sus representaciones de la individualidad, sus percepciones del poder sexual y los privilegios derivados de la clase y la raza.
Las historias que Gertrude Stein presenta en su novela Tres vidas son decididamente desiguales. Y no solo en cuanto a tratamiento, como espero demostrar, sino en varios aspectos más. De los tres relatos reunidos en la obra, uno abarca setenta y una páginas, otro requiere cuarenta y el tercero, situado en el centro físico y conceptual del libro, ocupa el doble que uno y casi el cuádruple que el otro. En esas tres historias, cada una centrada en una mujer, se hace hincapié en tan desigual distribución del espacio con otra divergencia aún más diferenciadora. La primera parte se titula «La buena de Anna» y la última, «La afable Lena». Solo la parte de en medio, centrada y más prolongada, carece de adjetivo; se titula «Melanctha». Sin más. Como recordarán, Melanctha es negra (o, según la describe la señora Stein, «prieta»). Emparedada entre las otras dos, se nos antoja enmarcada y limitada por ellas, como si subrayaran y recalcaran su diferencia al tiempo que la mantienen controlada con firmeza. Antes de pasar a analizar las notables diferencias entre Melanctha y las otras dos mujeres que tiene a derecha e izquierda, tal vez debería señalar las similitudes, puesto que las hay, si bien parecen poner aún más de relieve la diferencia de Melanctha y la diferencia que establece al respecto Stein. Las tres mujeres que protagonizan el texto son criadas; las tres acaban muriendo; las tres son víctimas de alguna forma del maltrato de los hombres o de una sociedad dominada por ellos. Las tres se encuentran en la frontera entre pobreza absoluta y pobreza digna. Y, si bien las tres han nacido en el mismo país, el parecido termina precisamente en ese punto. Las dos blancas tienen una nacionalidad concreta: son alemanas en un principio y luego, como inmigrantes, pueden adoptar la categoría de germanoamericanas si lo desean. Melanctha es la única nacida en Estados Unidos y la única que no recibe identificación nacional. Es negra, es prieta, y en consecuencia (incluso en 1909, cuarenta años después de que la Proclamación de Emancipación liberara a todos los esclavos) carece de país, carece de designación de ciudadanía. En ningún momento se la describe como estadounidense y desde luego en ningún momento la califica de tal la voz narradora.
Para la señora Stein, Melanctha es una negra especial. Una negra aceptable, puesto que es de piel clara, algo que tiene su peso si observamos que su parte del libro empieza con la comparación entre ella y su íntima amiga Rose, a la que se describe de forma repetida (e insistente) como muy negra: «Rose, que era hosca, pueril, cobarde, negra, gruñía, se agitaba y daba alaridos como un ser abominable o un animal primario»[51]. Esa retahíla de adjetivos encierra todos los fetichismos, todas las formas de reducción metonímica, todo el doblegamiento de personas en animales para impedir el diálogo y toda la identificación y la asignación de estereotipos económicos omnipresentes en las insinuaciones, cuando no en el lenguaje explícito, de la mayoría de las descripciones de personajes africanistas anteriores a 1980. «Rose Johnson era una negra auténtica; una negra alta, bien contorneada, hosca, estúpida, pueril y atractiva. […] Rose Johnson era una negra auténtica, pero había sido criada, como si fuera su propia hija, por blancos» (la cursiva es mía)[52]. Nos damos cuenta de inmediato de que no es necesario que Stein describa o identifique a esos «blancos», que diga si son buenos, bien educados, pobres, estúpidos o malvados. Al parecer, basta con que sean blancos, pues se da por sentado que, con independencia de la clase de blancos de que se trate, son eso, blancos, y en consecuencia la instrucción que han dado a Rose la ha situado en una posición privilegiada, algo que ella no solo reconoce, sino que agradece. Por su parte, a Melanctha, que tiene la piel clara, se la describe como una muchacha «paciente, dócil, tranquilizadora e incansable»[53]. También es una «negra donairosa, de piel amarillo claro, inteligente» que no ha sido «criada por blancos como Rose, pero sí [está] hecha a medias con auténtica sangre blanca» (la cursiva es mía)[54]. El mensaje es de una claridad redundante. Si Rose puede reivindicar la buena fortuna de haber sido criada por blancos, Melanctha tiene una pretensión más elevada: la de la sangre. Existe aquí un descuido, ya que más adelante se nos informa de que su padre era «muy negro» y «brutal», mientras que su madre «era una mujer de color, de tez amarillenta y apariencia encantadora, digna y agradable»[55]. Eso no sugiere la etiqueta de «medio blanca». Por mucho que Stein la describa como una «muchacha sutil, inteligente, atractiva y medio blanca»[56], de acuerdo con la genética racializada de aquella época una persona medio blanca debía tener un padre o una madre blancos. Tengo la impresión de que atenerse a esta posibilidad habría planteado una complejidad excesiva para la autora, que debería haber explicado cómo ese progenitor blanco (en este caso, la madre, ya que el padre es ostensiblemente negro) había intimado con el otro progenitor negro, y tal vez baste con presentar más tarde al enamorado blanco de Melanctha como elemento clave de su destrucción sin tener que entrar en las ramificaciones de otra relación interracial.
No hago notar esos lapsus raciales rutinarios y esos hatajos lingüísticos porque sí, sino porque quiero hacer hincapié en que para Stein suponen un recurso tan necesario de cara a extraer determinadas conclusiones que o bien está dispuesta a cometer errores manifiestos en la letra pequeña del racismo y a arriesgarse a dejar de contar con la confianza del lector o bien pierde el control de su texto caprichoso e insubordinado. Así, por ejemplo, se califica a Rose Johnson repetidamente de infantil e inmoral, aunque es la única amiga de Melanctha que asume responsabilidades de adulta: un matrimonio, una casa, cierta generosidad. Stein subraya la estupidez de Rose, pero no llega a escenificarla. No encontramos la más mínima prueba de que sea tonta. Y Melanctha, a pesar de su venerada sangre blanca, se pasa la mayor parte del tiempo en la calle, en el puerto y en la playa de maniobras. Hay que cuestionarse la lógica de ese fetichismo: tal vez sea su sangre «blanca» y no la negra la que fomenta esa inmoralidad en la que Stein no se detiene.
El papel de los hombres afroamericanos en la historia de Melanctha resulta igual de interesante; esto es, el lugar que ocupan en su vida los padres, los maridos, los amigos de los padres y su enamorado. Hay que reconocer a Stein que la virtud y la maldad se distribuyen a partes iguales entre los hombres blancos y negros; y hay que criticarle que en todos los casos se base ampliamente en estereotipos nacionales: prejuicios irlandeses, prejuicios alemanes y, como resulta evidente gracias a la mencionada obsesión por la sangre, prejuicios convencionales. Tanta seudociencia debería sorprender en alguien que estudió un par de años de Medicina. Sea como fuere, declina toda responsabilidad ante la caracterización de sus personajes africanistas al «explicar» y «justificar» su conducta gracias a los sencillos recursos de la reducción metonímica aportada por el color de la piel y la economía de estereotipos que la acompaña. Sin embargo, una vez más con esa estrategia Stein cae en contradicciones tan profundas que la confianza del lector se esfuma por completo. Por ejemplo, describe repetidamente al padre de Melanctha como «brutal y áspero»[57] con su hija, pero primero se nos dice que visita la casa con poca regularidad y luego desaparece por completo de la novela. Las pruebas que se nos presentan de su brutalidad y su aspereza son que es «negro» y «viril». Cuando tratamos de averiguar de qué es capaz ese hombre negro, viril, brutal y áspero, vemos que protege a su hija de lo que considera insinuaciones de un amigo y debido a esa protección se ve envuelto en una pelea. Tal vez sea esa contradicción lo que lo expulsa oportunamente del texto. En caso de haberse quedado, Melanctha habría contado con un fiero protector/salvador y no se habría metido en líos tan serios con los hombres.
No obstante, lo más significativo no son las técnicas habituales de diferenciación de los personajes africanistas por su condición de «negros», sino lo que considero el motivo último de su inclusión, puesto que el apartado dedicado a Melanctha tiene para Stein una utilidad muy concreta. El africanismo de ese relato se convierte en un medio por el que la autora puede adentrarse en territorio prohibido sin correr peligro, puede expresar lo ilegal, lo anárquico, cavilar sobre las relaciones entre mujeres con y sin hombres. De las tres mujeres de la novela, solo en el caso de Melanctha la educación y las relaciones sexuales son una parte clave de su relato y su destino. En 1909, es posible que no fuera concebible, ni siquiera para Gertrude Stein, abordar el conocimiento explícito de actividades carnales de las mujeres blancas, ni siendo de clase baja. Si comparamos la sensualidad/sexualidad de Anna y Lena, comprobamos que su vida es distinta de la de Melanctha; son castas y para ellas el matrimonio es concertado y su sumisión a las exigencias del patriarcado, absoluta. Parece claro que, al igual que otros escritores estadounidenses, en especial los que relacionamos con la modernidad, Stein se consideraba libre de experimentar con la sexualidad en su literatura, consideraba que el tema era «aceptable» si el objeto de esos experimentos era africanista. Como el médico que inventó el paradigma de sus instrumentos ginecológicos tras realizar experimentos con su criada negra, Gertrude Stein se siente cómoda potenciando su «novedad», se siente a salvo en el territorio prohibido que ha elegido, dado que opera un cuerpo que parece ofrecérsele sin protesta alguna, sin restricción. Que está por completo disponible para la expresión de lo ilegal, lo ilícito, lo peligroso, lo nuevo. Como los artistas blancos que podían reunir a un amplísimo público cuando, con la cara pintada, hablaban por intermediación del personaje africanista (en el papel del personaje africanista), podían decir cosas inefables, abiertamente sexuales, subversivamente políticas.
¿Cuáles son algunos de esos temas nuevos e ilícitos?
Hay al menos tres: (1) los complejos vínculos afectivos entre mujeres, no para protegerse, sino por el caudal de conocimiento que suponen, (2) la formación triangular de la sexualidad, la libertad y el conocimiento como principio para la mujer moderna, y (3) la dependencia de la presencia africanista para la construcción del estadounidense. Existe un amor genuino e incluso desesperado entre Melanctha y Jane y entre Melanctha y Rose (pese a tener distinto color de piel). La indulgencia y la sabiduría que recibe Melanctha de esas amigas superan con creces lo que aprende de sus amigos, de los médicos negros o de los jugadores negros. Todas las mujeres de Tres vidas tienen un final desgraciado, pero da la impresión de que solo una, Melanctha, aprende antes de fallecer algo útil, y tal vez moderno, sobre el mundo. En ese sentido, quizá la contribución notable de Stein a la literatura en su encuentro con una presencia africanista sea otorgar a dicho encuentro la complejidad y la modernidad que hasta la fecha le habían negado los escritores convencionales de la época. Si bien tradicionalmente los planteamientos de Stein sobre la sangre blanca y negra se consideran racistas, la autora aporta una variación interesante de ese tema al hacer que Melanctha valore la cualidad (si puede llamarse así) de la negritud de su «insoportable» padre, al hacer que la «muy negra» Rose la aconseje y la persuada de no suicidarse y al presentar a esa misma Rose como una mujer casada «normalmente» y con criterios morales al parecer muy elevados, por mucho que Stein acabe refutándolos al insistir en que Rose «tenía la inmoralidad promiscua y sencilla de los negros»[58].
En el estudio que hace Stein, lo que resulta fundamental para las mujeres es la relación entre libertad, sexualidad y conocimiento. En esa empresa, volvemos a ver la diferencia que establece la autora. Tres vidas pasa de la contemplación de la vida asexual de una solterona (la buena de Anna) en su lucha por alcanzar control y sentido a la exploración de una búsqueda de conocimiento sexual (lo que Stein denomina «sabiduría») en la persona y el cuerpo de Melanctha, una mujer africanista, y en última instancia llega a la experiencia femenina, en teoría culminante, del matrimonio y la maternidad con la afable Lena. El hecho de que Stein eligiera a una mujer negra para investigar lo erótico apunta y escenifica los usos del africanismo para representar (y servir de excusa para abordar) la sexualidad ilícita.
A pesar de que Stein se muestra irónica en gran parte del texto, tiene firmes opiniones que pone en boca de otros y es claramente cómica, incluso paródica en determinados pasajes, deseamos seguir con impaciencia su análisis bastante radical de la verdadera vida de esas mujeres, pero solo en un caso (el de Melanctha) desaparece la represión sexual de las otras dos e incluso su rechazo se convierte en el tema principal tanto del personaje como de la empresa de la autora. Únicamente la mujer negra nos permite llegar a una meditación sobre el conocimiento sexual, y resulta de la máxima importancia que Stein califique de anhelo de sabiduría los coqueteos de Melanctha, su deambular en solitario por el puerto y la playa de maniobras para mirar a los hombres y su promiscuidad. A la «muy negra» Rose la tacha de promiscua, pero la medio blanca Melanctha va en busca de conocimiento. Esa diferencia al etiquetar conductas presumiblemente idénticas establece una distancia y funciona como recurso encubierto para dignificar un tipo de curiosidad y desacreditar otro con solo marcar una distinción en el color de la piel de la persona que siente dicha curiosidad. Se dan otras diferencias notables cuando la comparación es entre los criados blancos y las mujeres negras. Ni Anna ni Lena sienten curiosidad por el sexo. La buena de Anna nunca se plantea ni el matrimonio ni el amor. Comparte su «elemento romántico»[59] con su primera amiga íntima, la señora Lehntman. La afable Lena es una mujer tan asustadiza, sosa y carente de curiosidad que a Stein no le hace falta especular sobre la relación sexual legal que mantiene con su marido, Herman. Lena se limita a traer al mundo a cuatro hijos y morir en el último parto, con lo que deja a Herman tranquilo y satisfecho en su papel de sostén familiar. Solo Melanctha tiene valor, siente el poder de seducción de su negro padre y la debilidad de su madre de piel amarillo claro, presiente que identificarse con esa mujer pasiva no le granjeará ningún respeto; es libre para vagar por las calles, detenerse en las esquinas, ir a ver trabajar a los hombres negros del ferrocarril, del puerto; para rivalizar con ellos en arrojo, para intercambiar pullas, provocarlos y huir de ellos…, y para replicarles. La voz autoritaria de Melanctha es la que examina, recoge y cuestiona el amor erótico heterosexual, la que combate el ideal de unión doméstica/romántica de la clase media y la que se adentra con valentía en el terreno de los encuentros hombre-mujer como guerrera, como militante. Me parece interesante que, al sondear el valor del conocimiento carnal, Stein no se fije en la muy negra Rose, a la que asigna la inmoralidad y la promiscuidad, sino en Melanctha, que es medio blanca y ha estudiado. Es como si, a pesar de su audacia, Stein no soportara la idea de investigar esos asuntos tan íntimos en el cuerpo de una mujer muy negra, como si el riesgo de una asociación tan imaginativa la superase. Se palpa su desdén por Rose, pero su admiración por la conducta disoluta de Jane, así como por la de Melanctha, es ambivalente y se expresa en un lenguaje claramente elevado y cínico. A Jane Harden la describe así: «Era una mujer endurecida. Tenía poder y le gustaba utilizarlo; su mucha sangre blanca la hacía ver claro. […] La sangre blanca tenía un gran ascendiente sobre ella; poseía coraje, resistencia e impulso vital»[60]. No es posible malinterpretar las opiniones y los valores codificados de Stein con respecto a la raza. La autora se identifica con la sangre blanca, que equivale a claridad, fuerza y coraje vital, pero canaliza su expresión sexual a través de la sangre no blanca que corre por esos cuerpos, al parecer por dos circuitos diferenciados. Lo absurdo de tales aseveraciones sobre lo que es capaz de lograr la sangre blanca en su transferencia genérica de poder, inteligencia, etcétera, se subraya, por descontado, con el hecho de que, al mismo tiempo, cuando no en el mismo párrafo, somos testigos del comportamiento de gente cien por cien blanca, gente con sangre por entero blanca que es pasiva, estúpida, etcétera. Si debemos sucumbir a la imbecilidad del racismo científico, la lógica de lo contrario sería inefable: que en Tres vidas la sangre negra es la que confiere el «impulso vital» y la «resistencia». De esas jerarquías y afirmaciones surgen tensiones y cierta desconfianza del lector debido a las contradicciones que las acompañan. Así, por ejemplo, las mujeres africanistas destilan una inmoralidad disoluta, pero la señora L., la amiga y fuerza fundamental del pequeño mundo de Anna, dedica su vida profesional a hacer de partera y disfruta en especial ayudando a parir a muchachas en dificultades; en un momento dado incluso parece estar implicada en los abortos que practica su novio, un médico mezquino. El hecho de que esas chicas blancas en dificultades no sean también culpables de amoralidad y libertinaje como sus hermanas de piel oscura forma parte de la cuestión que plantean estos asuntos. Por esa serie de episodios se pasa de puntillas, haciendo hincapié en la generosidad de la señora L. y su pericia. El texto no se detiene en la inmoralidad de sus pacientes; no se da por sentado que tengan una naturaleza «promiscua» debido a su tez y tampoco parece que busquen la sabiduría del mundo en el puerto.
El último aspecto que me gustaría destacar es el que me ha servido para empezar: buena parte del proceso de imaginación de la gente africanista tiene que ver con la construcción minuciosa y coherente de un ciudadano estadounidense que se distingue al afirmar y desarrollar su blancura como condición previa de su americanidad.
Tres vidas retrata a dos mujeres inmigrantes y a otra negra a la que nunca se confiere una nacionalidad, aunque es la única de las tres nacida en suelo estadounidense. Cuando un personaje secundario del episodio «La afable Lena» visita Alemania, lugar de nacimiento de su madre, y se avergüenza de los modales de campesina de su prima Lena, la considera «poco más que una morena»[61]. La señora Stein, fascinada por su proyecto Ser norteamericanos, nos ha ofrecido sin duda toda una receta literaria: (1) levanta barreras en el lenguaje y el cuerpo, (2) establece diferencias en cuanto a sangre, tez y emociones humanas, (3) las sitúa en oposición a los inmigrantes, y, (4) voilà, ¡aparece el verdadero ciudadano estadounidense!
Emparedada entre dos inmigrantes, con su agresividad y su poder contenidos por las palmas de mujeres blancas castas pero restrictivas, Melanctha se nos presenta audaz pero desacreditada; libre de explorar, pero limitada por su color y confinada por las mujeres blancas que tiene a izquierda y derecha, por lo que tiene en primer y en segundo plano, por su principio y su fin, por quien la precede y quien la sigue. El formato y su mecanismo interno dicen lo que se quiere decir. Todos los ingredientes que tienen consecuencias en la americanidad están presentes en estas mujeres: el trabajo, la clase social, las relaciones con el Viejo Mundo, la forja de una nueva cultura no europea, la definición de la libertad, la huida de la servidumbre, la búsqueda de la oportunidad y el poder, la detección de la utilidad de la opresión. Esas consideraciones son parte integrante de cualquier reflexión sobre el proceso de selección, compendio y construcción de una identidad nacional por parte de los ciudadanos de Estados Unidos. Durante esa selección, lo que no se elige, lo que se descarta, los residuos, es tan significativo como la americanidad erigida por acumulación. Entre las búsquedas esenciales para esa definición, una de las más determinantes es la meditación sobre el personaje africanista como experimento de laboratorio para confrontar los problemas emocionales, históricos y morales, así como los enredos intelectuales, con las serias cuestiones del poder, el privilegio, la libertad y la equidad. ¿No sería posible que la unión, la fusión de lo que es Estados Unidos y lo que sirvió para construirlo estuviera incompleta sin el lugar ocupado por el africanismo en la formulación de ese supuesto nuevo pueblo y sin las implicaciones de tal formulación para las pretensiones de democracia e igualitarismo en el caso de las mujeres y los negros? ¿No se reflejaría también la contradicción inherente a esos dos planteamientos (democracia blanca y represión negra) en la literatura de un modo tan profundo que marcaría y distinguiría su esencia misma?
Del mismo modo que las dos inmigrantes están unidas literalmente a Melanctha como siamesas, los estadounidenses están unidos por la columna vertebral a esa presencia africanista que los define.
“Gertrude Stein y la diferencia que establece”, pertenece al libro “La fuente de la autoestima”, de Por Toni Morrison. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.