El año pasado, una colega me preguntó dónde había ido al colegio de niña. Le contesté que en Lorain, en el estado de Ohio.
—¿Y en aquellos colegios ya se había abolido la segregación? —me dijo entonces.
—¿Cómo, disculpa? En los años treinta y cuarenta no estaban segregados, no hacía falta abolir nada —le respondí—. Además, teníamos un instituto y cuatro centros de secundaria.
Entonces me di cuenta de que, en realidad, ella tendría unos cuarenta años cuando se hablaba de manera generalizada de la abolición de la segregación. Me di cuenta de que había vivido en una burbuja y de que la temprana diversidad de la población donde me había criado no era habitual en el resto del país. Antes de marcharme de Lorain para ir a Washington, DC, luego a Texas, después a Ithaca y más tarde a Nueva York, tenía la impresión de que todos los sitios eran más o menos así y solo cambiaba el tamaño. No podría haber estado más equivocada. Fuera como fuese, las preguntas de mi colega me llevaron a pensar de nuevo en esta parte de Ohio y en lo que recordaba de mi lugar de origen, en cierto sentido de mi patria. Esta zona (Lorain, Elyria, Oberlin) no es igual que cuando yo vivía allí, pero de algún modo da igual, porque la patria es el recuerdo y los compañeros o amigos que comparten ese recuerdo. Y tan importantes como el recuerdo, el lugar y la gente del lugar de origen de cada cual es el concepto de patria en sí. ¿A qué no referimos cuando hablamos de «patria»?
La pregunta es relativa, puesto que el destino del siglo XXI estará determinado por la viabilidad o el fracaso de un mundo compartible. La cuestión del apartheid cultural o la integración cultural es crucial para todos los gobiernos y determina nuestra percepción de las distintas formas en que la intervención política y la cultura provocan el éxodo de poblaciones enteras (voluntario o impuesto); asimismo, plantea complejas cuestiones relativas al desposeimiento, la recuperación y el refuerzo de mentalidades de asedio. ¿Cómo pueden los individuos ser opositores o cómplices del proceso de alienación que supone la demonización de los demás, un proceso que puede infectar el santuario geográfico del forastero con la xenofobia del país? Acogiendo a inmigrantes o importando esclavos por motivos económicos y relegando a sus hijos a una versión moderna de los «muertos vivientes». O dejando a toda una población autóctona, en algunos casos con una historia de cientos o incluso miles de años, reducida a forasteros despreciados en su propio país. O aplicando la indiferencia privilegiada de un gobierno mientras una inundación de proporciones casi bíblicas destruye una ciudad entera, ya que sus habitantes constituían un excedente de negros o pobres sin medios de transporte, agua, alimentos o ayuda, abandonados a su propia suerte y obligados a nadar, caminar trabajosamente o morir en aguas fétidas o en desvanes, hospitales, cárceles, avenidas y centros de confinamiento. Esas son las consecuencias de una demonización constante; esa es la cosecha de la vergüenza.
Sin duda, el desplazamiento de poblaciones amenazadas que implica recorrer y cruzar fronteras no es nada nuevo. El éxodo forzado o entusiasta a un territorio extraño (psicológico o geográfico) está grabado a fuego en la historia de todos los cuadrantes del mundo conocido, desde las expediciones de africanos por China y Australia hasta las intervenciones militares de romanos, otomanos y pueblos de otras partes de Europa, pasando por incursiones comerciales para satisfacer los deseos de toda una serie de regímenes, monarquías y repúblicas. De Venecia a Virginia, de Liverpool a Hong Kong. Todos ellos y otros muchos trasladaron las riquezas y el arte que encontraron a otros territorios. Y todos ellos dejaron ese suelo extranjero manchado con su sangre o la trasplantaron a las venas de los conquistados, o ambas cosas. Asimismo, a su paso, las lenguas de conquistados y conquistadores fueron llenándose de palabras de condena mutua.
La reconfiguración de alianzas políticas y económicas y la redistribución casi instantánea de los Estados nación fomentan o impiden la reubicación de grandes poblaciones. Dejando a un lado el momento de máximo apogeo del comercio de esclavos, en ningún momento de la historia han sido tan intensos como ahora los desplazamientos generalizados de población. Implican la reubicación de trabajadores, intelectuales, refugiados, comerciantes, inmigrantes y ejércitos que cruzan mares y continentes, que llegan por pasos fronterizos o rutas ocultas, con historias muy variadas contadas en lenguajes muy variados de comercio, de intervención militar, persecución política, exilio, violencia, pobreza, muerte y humillación. Cabe poca duda de que la redistribución voluntaria o involuntaria de población por todo el planeta figura en primer lugar en el orden del día del Estado, las salas de juntas, los barrios, las calles. Las maniobras políticas para controlar esos desplazamientos no se limitan a la vigilancia de los desposeídos. El traslado de la clase administradora y diplomática a puestos de avanzada de la globalización, así como el despliegue de unidades y bases militares, desempeñan un papel destacado en los intentos legislativos de ejercer autoridad ante el flujo constante de personas. Esa avalancha humana ha transfigurado el concepto de ciudadanía y alterado la percepción que tenemos del espacio tanto público como privado. La tensión se ha hecho evidente en toda una serie de designaciones híbridas de la identidad nacional. En las descripciones de la prensa, el lugar de origen ha acabado siendo más revelador que la nacionalidad, y se identifica a alguien como «ciudadano alemán de origen tal y tal» o «ciudadano británico de origen tal y tal». Y eso mientras se ensalza un nuevo cosmopolitismo, una especie de ciudadanía cultural muy estratificada. La reubicación de poblaciones ha exacerbado y perturbado el concepto de la patria y ampliado el espectro de la identidad más allá de las definiciones de la ciudadanía para incluir aclaraciones sobre la condición de forastero. La pregunta «¿Quién es el forastero?» nos conduce a percibir una amenaza implícita e intensificada dentro de «la diferencia». Lo constatamos en la defensa del autóctono frente al forastero, en la incomodidad ante la sensación personal de ser de un lugar o de otro («¿Soy yo el forastero en mi propia casa?»), en la intimidad no deseada en vez de la distancia de seguridad. Quizá la característica más definitoria de nuestra época sea que los muros y las armas vuelven a tener una presencia tan destacada como en la Edad Media. Las fronteras permeables se consideran en determinados ambientes zonas de amenaza y de cierto caos, de modo que, se trate de algo real o imaginario, la separación forzosa se postula como la solución. Los muros y la munición funcionan, en efecto. Durante un tiempo. Pero al final acaban siendo fracasos estrepitosos, y los ocupantes de tumbas improvisadas o sin nombre y de fosas comunes son un recordatorio constante de ello a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Analicemos otra consecuencia de la utilización flagrante y violenta de la condición de forastero: la limpieza étnica. No solo seríamos negligentes, sino irrelevantes, si no abordáramos la condena a la que se enfrentan en la actualidad millones de personas reducidas a la categoría de animal, insecto o elemento contaminador por parte de países con un poder absoluto e impenitente para decidir quién es forastero y si vive o muere en su patria o lejos de ella. Ya he mencionado que la expulsión y la matanza de «enemigos» son tan viejas como la historia, pero hay algo nuevo y desmoralizador en el siglo pasado y en este. En ningún otro período histórico hemos sido testigos de tal profusión de agresiones contra gente designada «distinta a nosotros». Ahora, como han visto en los dos últimos años, la pregunta política fundamental es: «¿Quién o qué es un estadounidense?».
Por lo que he deducido del trabajo de quienes han estudiado la historia del genocidio (su definición y su aplicación), parece existir un patrón. Los Estados nación, los gobiernos en busca de legitimidad e identidad, por lo visto son capaces de y están decididos a definirse mediante la destrucción de un «otro» colectivo. Cuando los países europeos estaban sometidos al fortalecimiento del poder real, podían consumar esa matanza en otros territorios, ya fuera en África, América del Sur o Asia. Australia y Estados Unidos, que se autoproclamaron repúblicas, tuvieron que recurrir a la aniquilación de todos los pueblos autóctonos, o a la usurpación de sus tierras, para crear nuevos Estados democráticos. La caída del comunismo dio lugar a un amplio abanico de países nuevos o reinventados que establecieron su condición de Estados mediante la «limpieza» de comunidades. Daba exactamente igual que sus objetivos pertenecieran a otra religión, raza o cultura: se encontraban motivos primero para demonizarlos y luego para expulsarlos o asesinarlos. En aras de una supuesta seguridad, de la hegemonía o de la simple apropiación de tierras, se concibió a los forasteros como la suma total de los males del país putativo. Si los expertos están en lo cierto, vamos a asistir a oleadas bélicas más frecuentes y más ilógicas, concebidas por los dirigentes de los países en cuestión para afianzar su control. Las leyes no pueden detenerlos y tampoco cantidad alguna de oro. Las intervenciones solo sirven para provocar.
“La patria”, pertenece al libro “La fuente de la autoestima”, de Por Toni Morrison. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.