No debemos olvidar que, antes de que haya una solución final, tiene que haber una primera, una segunda e incluso una tercera. El proceso que lleva a una solución final no es un salto. Hace falta un paso, después otro y luego otro. Algo, tal vez, como esto:
Construir un enemigo interno que sirva para focalizar la atención y de distracción.
Aislar y demonizar a ese enemigo lanzando y defendiendo el empleo de insultos e improperios explícitos o velados. Utilizar ataques personales a modo de acusaciones legítimas contra dicho enemigo.
Buscar y crear fuentes y distribuidores de información dispuestos a reafirmar el proceso demonizador porque resulta rentable, otorga poder y funciona.
Contener toda expresión artística; controlar, desacreditar o expulsar a quienes cuestionen o desestabilicen los procesos de demonización y deificación.
Minar y difamar a todos los representantes o simpatizantes del enemigo creado.
Reclutar entre el enemigo a colaboradores que aprueben el proceso de desposeimiento y puedan hacerle un lavado de cara.
Conferir un carácter patológico al enemigo en ambientes académicos y medios de masas; por ejemplo, reciclar el racismo científico y los mitos de la superioridad racial con el objetivo de dar carta de naturaleza a esa patología.
Criminalizar al enemigo. A continuación, preparar, presupuestar y racionalizar la construcción de espacios de confinamiento para el enemigo, en especial los hombres y a toda costa los niños.
Premiar la simpleza y la apatía con espectáculos monumentalizados y con pequeños placeres, breves seducciones: unos cuantos minutos en la televisión, unas pocas líneas en la prensa; cierto seudoéxito; la ilusión de poder e influencia; un poco de diversión, un poco de estilo, un poco de trascendencia.
Mantener el silencio a toda costa.
En 1995 el racismo puede ponerse un traje nuevo, comprarse unas botas nuevas, pero ni él ni su súcubo gemelo, el fascismo, son nuevos ni capaces de nada nuevo. Solo puede reproducir el entorno que respalda su propia condición: el miedo, el rechazo y una atmósfera en que sus víctimas han perdido las ganas de luchar.
Las fuerzas interesadas en soluciones fascistas a los problemas nacionales no se encuentran en un partido político u otro, ni en ninguna facción concreta de uno de esos partidos. Los demócratas no tienen un historial inmaculado en lo que al igualitarismo respecta. Y tampoco pueden los liberales alardear de no haber buscado la dominación. Entre los republicanos ha habido tanto abolicionistas como supremacistas blancos. Conservadores, moderados liberales; derecha, izquierda, extrema izquierda, extrema derecha; religiosos, laicos, socialistas: no debemos dejar que tales etiquetas al estilo Pepsi-Cola y Coca-Cola nos engañen, ya que la genialidad del fascismo consiste en que cualquier estructura política es capaz de albergar su virus y casi cualquier país desarrollado puede ser un terreno abonado. El fascismo habla de ideología, pero en realidad no es más que marketing, marketing en busca de poder.
Se reconoce por su necesidad de purgar, por las estrategias que emplea para conseguirlo y por su horror a los planteamientos realmente democráticos. Se reconoce por su empeño en transformar todos los servicios públicos en sociedades privadas, en instigar el ánimo de lucro en todas las organizaciones que no lo tienen, de modo que desaparezca la fosa estrecha pero protectora entre gobierno y empresa. Convierte a los ciudadanos en contribuyentes, con lo que los individuos se enfurecen con solo oír hablar del bien común. Convierte a los vecinos en consumidores, con lo que la medida de nuestro valor como seres humanos no estriba en nuestra humanidad, nuestra compasión o nuestra generosidad, sino en lo que poseemos. Convierte la paternidad en pánico, con lo que votamos contra los intereses de nuestros hijos; contra su propia asistencia sanitaria, su propia educación y su propia seguridad frente a las armas. Y al efectuar esas transformaciones, engendra al capitalista perfecto, dispuesto a matar a un ser humano por un producto (unas deportivas, una chaqueta, un coche) o a generaciones enteras por el control de determinados productos (el petróleo, la droga, la fruta, el oro).
Cuando nuestros miedos estén prácticamente serializados, nuestra creatividad censurada, nuestras ideas comercializadas, nuestros derechos vendidos, nuestra inteligencia transformada en eslóganes, nuestra fuerza reducida, nuestra intimidad subastada; cuando la teatralización, el valor en términos de espectáculo y la mercantilización de la vida se hayan completado, nos descubriremos viviendo no en un país, sino en un consorcio de industrias que nos resultará del todo ininteligible, excepto lo que veamos por una pantalla, oscuramente.
“El racismo y el fascismo”, pertenece al libro “La fuente de la autoestima”, de Por Toni Morrison. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.