La filosofía como ciencia estricta – Por Edmund Husserl

Desde sus primeros inicios la filosofía tuvo la pretensión de ser ciencia estricta, y aun la ciencia que satisficiera a las necesidades teóricas más elevadas y posibilitara, en el aspecto ético-religioso, una vida regida por normas puramente racionales. La energía con que se sostuvo esta pretensión varió según las ocasiones, pero jamás fue abandonada por completo, ni siquiera en épocas en que los intereses y las aptitudes para la teoría pura estaban amenazados de ruina o en que los poderes religiosos sojuzgaban la libertad de la investigación teórica.

En ninguna época de su desarrollo logró justificar la filosofía sus pretensiones de ser una ciencia estricta, ni siquiera en la última época en que, a pesar de la diversidad y disparidad de las direcciones filosóficas, la filosofía sigue una marcha evolutiva esencialmente uniforme desde el Renacimiento hasta nuestros días. Bien es verdad que el ethos dominante en la filosofía moderna es que esta, en vez de entregarse ingenuamente al afán filosófico, trata de constituirse en ciencia estricta mediante una reflexión crítica, adentrándose en investigaciones cada vez más profundas sobre el método. Mas el único fruto maduro de esos esfuerzos fue la fundación y emancipación de las ciencias estrictas de la naturaleza y del espíritu, y asimismo de nuevas disciplinas puramente matemáticas. La filosofía, en el sentido especial que ahora empieza a destacarse, siguió careciendo, como antes, del carácter de ciencia estricta. Ya el sentido de esa caracterización especial quedó sin determinación de mayor seguridad científica. Sigue debatiéndose todavía en la actualidad acerca de cuál sea la relación de la filosofía con las ciencias de la naturaleza y del espíritu; y lo que tienen estas de específicamente filosófico, aun siendo una labor esencialmente referida a la naturaleza y al espíritu, requiere por principio nuevas actitudes, con las cuales se den por principio nuevos objetivos y métodos, o sea: si lo filosófico nos conduce por decirlo así a una nueva dimensión o se ventila en un mismo plano que las ciencias empíricas de la naturaleza y de la vida espiritual. Échase de ver, en consecuencia, que ni siquiera se ha puesto en claro científicamente el genuino sentido de los problemas filosóficos.

Por consiguiente, la filosofía, que es por su enfoque histórico la más elevada y estricta de todas las ciencias, y representa la indeclinable aspiración de la humanidad a un conocimiento puro y absoluto (y lo inseparablemente unido a eso: a un valorar y querer puros y absolutos), no logra configurarse en verdadera ciencia. La maestra nata en la eterna labor de la humanidad, no logra en absoluto enseñar de modo objetivamente válido. Kant se complacía en decir que no se puede aprender filosofía, sino aprender a filosofar. Lo cual no es otra cosa que una confesión de la falta de carácter científico de la filosofía. Hasta donde llegue la ciencia, la verdadera ciencia, hasta allí es posible enseñar y aprender, y por doquiera en el mismo sentido. En ninguna parte es el aprender científico un pasivo recibir materias extrañas al espíritu, por doquiera se basa en una actividad autónoma, en una recreación interna, según fundamentos y consecuencias, de las intelecciones racionales conquistadas por los espíritus creadores. La filosofía no puede aprenderse, porque en ella no hay esas verdades objetivamente comprendidas y fundadas, y, lo que viene a ser lo mismo: porque carece todavía de problemas, métodos y teorías abstractamente bien destinados y por su sentido cabalmente aclarados.

No digo que la filosofía sea una ciencia imperfecta; digo sencillamente que todavía no es ciencia, que no ha comenzado aún como ciencia, para lo cual tomo como criterio la existencia de un contenido doctrinario teórico objetivamente fundado, por pequeño que sea. Imperfectas, son todas las ciencias, aun las tan admiradas ciencias exactas. Por una parte, son incompletas, teniendo ante sí el horizonte infinito de problemas pendientes de solución, que jamás dejarán en descanso el afán de conocimiento; por otra, en el contenido doctrinario ya elaborado tienen no pocas deficiencias y en la ordenación sistemática de sus pruebas y teorías asoman de vez en cuando residuos de ambigüedad o imperfecciones. Mas, sea como fuere, existe un contenido doctrinario que crece sin cesar produciendo nuevas ramificaciones. Ninguna persona razonable pondrá en duda la verdad objetiva, o siquiera la verosimilitud objetivamente fundada, de las maravillosas teorías de la matemática y de las ciencias de la naturaleza. En ellas —dicho en términos generales— no caben «opiniones», «intuiciones» o «puntos de vista» privados. Si en un caso particular los hay, la ciencia no es ciencia todavía, sino ciencia en formación, y así se juzga universalmente[2].

Ahora bien, la imperfección, a que acabamos de referirnos, de todas las ciencias, es de tipo totalmente distinto a la de la filosofía. Esta, no es que solo disponga de un sistema de doctrina incompleto y solo imperfecto en los detalles; es que no dispone de ninguno. En ella, la totalidad y los detalles están en tela de juicio, las actitudes todas son asunto de convicción individual, de concepción de escuela, de «punto de vista».

Lo que nos ofrece en bosquejos, la literatura científica universal de la filosofía en los tiempos antiguos y modernos, puede basarse en una labor espiritual seria, enorme; más aun: puede preparar en alto grado el establecimiento científico futuro de estrictos sistemas de doctrina: mas en ello nada hay que provisoriamente pueda ser reconocido como un fondo de ciencia filosófica, ni existe la menor perspectiva de entresacar con las tijeras de la crítica alguno que otro fragmento de doctrina filosófica.

Es necesario formular una vez más esta convicción con ruda franqueza y honradez y precisamente en este lugar, en los inicios de Logos, que pretende dar testimonio de un importante cambio de rumbo en la filosofía y preparar el terreno para el futuro «sistema» de la filosofía.

En efecto, acentuando rudamente la falta de carácter científico de toda la filosofía hecha hasta ahora, se suscita enseguida la cuestión de si la filosofía habrá de seguir aspirando a la finalidad de ser ciencia estricta, de si puede y debe quererlo. ¿Que ha de significar para nosotros el nuevo «cambio de rumbo»? ¿Apartamos acaso de la idea de una ciencia estricta? ¿Qué significará para nosotros el «sistema» al cual aspiramos, y que nos ha de iluminar como ideal en las hondonadas de nuestra labor de indagación? ¿Un «sistema» filosófico en el sentido tradicional, una especie de Minerva que surja completa y armada de la cabeza de un genio creador — para luego, en tiempos posteriores, quedar guardada, al lado de otras Minervas semejantes, en el museo silencioso de la historia? ¿O un sistema de doctrina filosófica que tras ímprobos trabajos preliminares de generaciones empiece a edificarse realmente desde abajo, con fundamentos resistentes a la duda y que, como todo edificio bien hecho, crezca apoyándose piedra sobre piedra, de acuerdo a ideas directrices, en lo firme y con firme figura? Esta cuestión divide los espíritus y sus caminos.

Los «cambios de rumbo» decisivos para el progreso de la filosofía son aquellos en que la pretensión de ser ciencia de la filosofía precedente, se viene abajo por la crítica de su pretendido procedimiento científico, y entonces la voluntad, plenamente consciente, de configurar de modo radicalmente nuevo la filosofía en el sentido de ciencia estricta, toma la cabeza y determina el orden de los trabajos. Al principio, toda la energía del pensamiento se concentra en poner decididamente en claro, mediante reflexión sistemática, las condiciones de ciencia estricta ingenuamente olvidadas o mal interpretadas por la filosofía hasta entonces, para intentar luego la nueva construcción de un edificio de doctrina filosófica. Una tal voluntad plenamente consciente de ciencia estricta impera en el nuevo rumbo socrático-platónico de la filosofía y asimismo, a principios de la Edad Moderna, en la reacción científica contra la escolástica, especialmente en el cambio de rumbo cartesiano. Su impulso pasa a las grandes filosofías de los siglos XVII y XVIII, para reaparecer con radicalísima fuerza en la crítica de la razón de un Kant y dominar todavía el filosofar de Fichte. La investigación se dirige siempre de nuevo a los verdaderos comienzos, a las decisivas formulaciones de los problemas, al método justo.

Es en la filosofía romántica donde por vez primera acontece un cambio. Por más que Hegel insista en la validez absoluta de su método y doctrina, falta a su sistema la crítica de la razón que, lo primero de todo, hace posible el carácter científico de la filosofía. Con esto se conecta que esa filosofía, como en general toda la filosofía romántica, haya influido en la época siguiente en el sentido de una debilitación o adulteración del afán por constituir una estricta ciencia filosófica.

Por lo que concierne a lo último, a la tendencia a la adulteración, es sabido que el hegelianismo, provocó con las reacciones el fortalecimiento de las ciencias exactas, a consecuencia de las cuales cobró ingente impulso el naturalismo del siglo XVIII, que con su escepticismo, que sacrificaba toda idealidad y objetividad absolutas de validez, determinó de modo predominante la concepción del mundo y la filosofía de la época contemporánea.

Por otra parte, la filosofía de Hegel tuvo repercusiones en el sentido de una debilitación del afán científico de la filosofía, a causa de su doctrina de la justificación relativa de toda filosofía para su época —doctrina que, evidentemente, dentro del sistema de pretendida validez absoluta, tenía un sentido totalmente diferente del historicista con que lo tomaron generaciones que, junto con la fe en la filosofía de Hegel, habían perdido también la fe en una filosofía absoluta—. Pues bien, la transformación de la filosofía metafísica de la historia de Hegel en un historicismo escéptico, ha determinado esencialmente la aparición de la nueva «filosofía de la concepción del mundo» que precisamente en nuestros días parece difundirse con rapidez y que, por lo demás, aun con su polémica casi siempre antinaturalista y en ocasiones hasta antihistoricista, pretende serlo todo menos escéptica. Pero puesto que, por lo menos en todo su designio y modo de proceder, no se muestra ya dominada por aquella voluntad radical de doctrina científica que constituyó la gran característica de la filosofía moderna hasta Kant, pudo hablarse, refiriéndose especialmente a ella, de una debilitación del afán científico de la filosofía.

Las consideraciones que siguen están presididas por la idea de que los supremo intereses de la cultura humana requieren la elaboración de una filosofía estrictamente científica; que, por consiguiente, para que en nuestra época esté justificado un cambio de rumbo filosófico, es preciso que en todo caso esté animado por la intención de proceder a una nueva fundamentación de la filosofía en el sentido de ciencia estricta. En modo alguno puede decirse que esta intención sea ajena a nuestra época. Precisamente esa intención se muestra plenamente viviente dentro del naturalismo imperante. Desde el principio persigue este, y con toda resolución, la idea de una reforma estrictamente científica de la filosofía, y hasta cree haberla realizado ya en todo momento, tanto en sus configuraciones más tempranas como en las modernas. Pero todo eso se hace —considerándolo en principio— en una forma que teóricamente está equivocada desde el fundamento, a la vez que prácticamente constituye un peligro creciente para nuestra cultura. Es de suma importancia en nuestros días llevar a cabo una crítica radical de la filosofía naturalista. Y muy especialmente, frente a la crítica meramente impugnadora a base de las consecuencias, se necesita una crítica positiva de los fundamentos y métodos. Solo ella es apropiada para mantener incólume la confianza en la posibilidad de una filosofía científica, confianza que se ve amenazada por el conocimiento de las consecuencias absurdas del naturalismo edificado sobre la ciencia estrictamente empírica. Las consideraciones que se hacen en la primera parte de este estudio pretenden ejercer esta crítica positiva.

Por lo que concierne al tan notado cambio de rumbo de nuestra época, tiene él, por cierto, en lo esencial orientación antinaturalista —y en eso tiene razón—, pero bajo la influencia del historicismo parece apartarse de las líneas de la filosofía científica para ir a desembocar en mera filosofía de la concepción del mundo. A la discusión de principio de la distinción de estas dos filosofías y al comentario de su relativo derecho dedicamos la segunda parte.

“La filosofía como ciencia estricta”, pertenece al libro “La filosofía como ciencia estricta”, de Edmund Husserl. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.