El temperamento de los perros – Por Robert Louis Stevenson

EL TEMPERAMENTO DE LOS PERROS
La civilización, los modales y la moral de la estirpe perruna están subordinados, en gran medida, a la de su amo ancestral: el hombre. Este animal, que en muchos aspectos es superior a su dueño, ha aceptado una posición de inferioridad, participa de la vida doméstica y soporta los cambios de humor del tirano. Pero el soberano, como sucede con los británicos en la india, da poca importancia al temperamento de su bien dispuesto súbdito: le juzga con miraditas cargadas de indiferencia y le condena con una frase hecha. Indiferentes han sido también las miradas de sus admiradores, que han vertido sobre él palabras huecas de alabanza y enterrado al pobre alma bajo una torre de exageraciones. Y aún más hueca y menos inteligente si cabe ha sido la actitud de sus detractores expresos, los que quieren mucho a los perros «pero en el lugar que les corresponde», los que dicen continuamente «pobrecillo, pobrecillo», cuando ellos son mucho más pobres; los que afilan el cuchillo del vivisector y ponen su horno a calentar; los que no se avergüenzan de admirar «el instinto de esas criaturas» y los que, sobrepasando los límites de la sensatez, se han atrevido a resucitar la teoría de las máquinas animales. El «instinto del perro» y el «perro-autómata», en esta era de psicología y ciencia, parecen extraños anacronismos. Desde luego, un perro es un autómata, una máquina que funciona independientemente de su control: el corazón, como la rueda de un molino, mantiene en movimiento todo el sistema; la conciencia, al igual que una persona encerrada en el altillo del molino, disfruta del paisaje que se ve desde la ventana y tiembla con el golpeteo de las piedras. Un perro es un autómata en uno de cuyos rincones se ha confinado su espíritu de ser vivo: una autómata como lo es el hombre. Cierto es, repito, que tiene instinto. Las aptitudes que ha heredado son también sus puntos débiles, y también son heredados. Algunas cosas las ve y las entiende enseguida, como si acabaran de despertarle de un sueño, como si viniera «arrastrando tras de sí nubes de gloria»[1]. Pero en él, igual que en el hombre, el alcance del instinto es limitado: sus declaraciones son oscuras y ocasionales, y la mayor parte de la vida tanto del perro como de su amo ha de regirse por la deducción y la observación.

La diferencia principal entre el perro y el hombre después —tal vez quizás también antes— de su diferencia de longevidad, es que uno puede hablar y el otro no. La ausencia de ese poder del discurso limita al perro el desarrollo de su intelecto y le mantiene al margen de muchas especulaciones, pues las palabras son el origen de la metafísica. De un golpe le guarda de muchas supersticiones, y el silencio le ha procurado además una fama de virtuoso que supera cuanto justifica su conducta. Los defectos del perro son numerosos: es más orgulloso que el hombre, siente un singular afán de llamar la atención, es tremendamente intolerante al ridículo, suspicaz como los sordos, celoso hasta el punto del frenesí y radicalmente desprovisto de sinceridad. El día de un perro inteligente, de pequeño tamaño, transcurre dedicado a la fabricación de la falsedad y a su laboriosa difusión: miente con la cola, miente con los ojos, miente con las patas, cuando las levanta en protesta, y cuando hace sonar el plato de comida o araña la puerta su propósito casi nunca es el que parece. Pero siempre tiene una disculpa preparada para todos estos defectos. Muchos de los signos que componen su lenguaje han llegado a adquirir un significado arbitrario que solo captan él y su amo; aun así, cuando surge una necesidad nueva, o bien inventa un vehículo también nuevo para hacerse entender, o bien recurre a uno antiguo y le asigna una finalidad nueva. Y esta necesidad, recurrente, debería llevarnos a cuestionar lo sagrado de los símbolos. Mientras, en la conciencia del perro todo está claro y, con humana exquisitez, expone la distinción entre verdad formal y verdad esencial. De todas sus perversiones lingüísticas, de su legítima destreza con los símbolos, se muestra orgulloso hasta la vanidad. Pero cuando dice una mentira y le pillan en el renuncio, ni un solo pelo de su cuerpo confesará su culpa sin más. Para un perro de sentimientos caballerescos el hurto y la mentira son vicios intolerables. La clase canina, como la de los seres humanos, exige para sus fechorías lo que Montaigne llamaba un «je ne sais quoi de generoux[2]». De haber mordido o haber ladrado solo se avergüenza a medias, y de esas fechorías que le ha llevado a cometer el deseo de brillar ante una dama de su raza conserva, siempre bajo una capa de corrección externa, cierto orgullo. Pero que le cojan mintiendo, si él lo entiende, es algo que le deshace los bucles.

De la misma manera que los observadores poco sagaces le han dado fama de sincero, también se ha atribuido al perro la cualidad de la modestia. Es impresionante cómo el uso del lenguaje consigue diluir las facultades del hombre: como la gloria vana no se propaga con palabras, las criaturas que tienen ojos en la cara no han sido capaces de detectar un fallo tan grande y tan obvio. Si un perro pequeño y malcriado fuera de pronto investido con el don del habla, cotorrearía sin descanso sobre sí mismo. Si tuviéramos a algún amigo de visita nos veríamos obligados a encerrarle en la buhardilla; y en cuanto a sus quejumbrosos ataques de celos y su inclinación a mentir, en cosa de un año habría llegado a desgastar bastante nuestra devoción. Iba a compararle con Sir Willoughby Patterne[3], pero los Patterne tienen un sentido más viril de sus propios méritos. Por otra parte, tenemos un buen paralelismo a mano: Hans Christian Andersen, tal y como le vemos en sus sorprendentes memorias —rezumando de pies a cabeza una vanidad insoportable y buscando, incluso por las calles, alguna sombra de ofensa— era un perro dotado de habla.

Precisamente este afán de notoriedad es lo que ha traicionado al perro y le ha colocado en una posición de satélite con respecto al hombre, relegándole a ser solo su amigo. El gato, un animal de tendencias más francas, preserva su independencia; pero el perro, siempre con un ojo puesto en la audiencia, ha quedado esclavizado y se le ha ensalzado con golpecitos en la cabeza por renunciar a su naturaleza. Una vez que dejó de cazar y se convirtió en lamedor de los platos que le pone el hombre, ya habíamos cruzado el Rubicón: a partir de ese momento pasó a ser un caballero ocioso y —salvo unos cuantos que han seguido trabajando para sus amos— toda la estirpe se ha ido volviendo más acomplejada, amanerada y afectada. La cantidad de cosas que un perro hace con naturalidad es extraordinariamente limitada. Con mejor ánimo y sin la presión de las preocupaciones materiales, es mucho más histriónico que el humano medio. Toda su vida, si se trata de un perro con ciertas pretensiones galantes, transcurre en un despliegue de vanidad: vive sumido en una carrera de fondo, en busca de la admiración. Sacad a vuestro cachorro a dar un paseo y veréis qué estúpida bola de pelo tan torpe y apabullada es, pero qué natural resulta. Dejad que pase un mes y, cuando repitáis el proceso, encontraréis que esa naturaleza ha desaparecido, aplastada por los convencionalismos. No hará nada normal. Hasta el más simple proceso de nuestra vida material se verá convertido en alguna forma de elaborada y misteriosa etiqueta. El instinto, dirá el necio, se ha debilitado. Pero no se trata de eso: hay algunos perros, si se les mantiene separados de los otros, siguen siendo naturales, y cuando al fin se encuentran con algún compañero de fatigas que les explica cómo va el juego, se distinguen por su devoción inflexible hacia sus reglas. Quisiera que me permitieran ustedes contar aquí una historia que contribuirá en gran medida a aclarar esta idea; pero los hombres, como los perros, tienen una etiqueta elaborada y misteriosa. Lo que les une es que ambos son hijos de la convención.

Humano o canino, todo aquel que tenga conciencia está eternamente expuesto a sufrir algún engaño. El sentido de la ley entre estos seres les precipita fatalmente hacia un comportamiento excesivamente frío, o bien lleno de afectación. Y lo mismo sucede a la inversa. En los modales elaborados y conscientes de un perro quedan expuestas sus ideas morales y el amor por el ideal. Seguir durante diez minutos, calle abajo, a un caballero canino que camina con paso vacilante es como recibir una lección de arte dramático y de expresión corporal. Veremos que en todos sus actos y en todos sus gestos se mantiene fiel a un comportamiento muy refinado, y hasta el más feo de los chuchos, al contemplarle, levantará las orejas y procederá a imitarle y a parodiar su encantador estilo. Porque ser un caballero de buenas maneras y mente elevada, despreocupado, afable y alegre, es la pretensión innata del perro. El perro grande, mucho más perezoso, mucho más centrado en lo que importa, majestuoso en el descanso y hermoso en el esfuerzo, nace con las dotes dramáticas necesarias para representar su papel. Y es más patético, y tal vez más instructivo, considerar que los perros pequeños, en sus esfuerzos, conscientes e imperfectos, superan a Sir Philip Sidney[4]. Porque el ideal del perro es un ideal feudal y religioso: el omnipresente politeísmo, el Olimpo de la humanidad —que lleva el látigo— son los que le dominan, por un lado. Por el otro, las diferencias de tamaño y de fuerza que existen entre ellos evita en la práctica la aparición de toda noción democrática. Tal vez sería más atinado comparar su cohorte con el curioso espectáculo que ofrece una escuela —bedeles, monitores, niños grandes y pequeños— aunque en su caso se añade un elemento más: la introducción del otro sexo[5]. En unos y otros encontramos una similar tensión en los modales y las cuestiones de honor que también son parecidas. En ambos grupos el animal de mayor tamaño siempre hace gala de su buen humor, y en ambos casos, canino y humano, los integrantes del grupo de los pequeños enfadan a los mayores con esa insolencia suya que recuerda a la de las abejas, tan segura de su absoluta inmunidad. En ambos grupos encontramos también una doble vida, con doble juego de personajes, y un heroísmo digresivo y ruidoso combinado con una buena cuota de timidez en la práctica. He conocido a muchos perros y a muchos héroes escolares y, salvo por el detalle del pelo, es difícil distinguirlos. Y si deseamos entender el sentimiento de caballerosidad de los ancianos, tendremos que volver al patio del recreo o a los basurales por los que desfilan los perros.

La mujer, junto con el perro, hace tiempo que tiene la categoría de ciudadano. La masacre incesante de inocentes de sexo femenino ha hecho cambiar las proporciones numéricas de los sexos y ha pervertido sus relaciones. Así, cuando contemplamos los modales del perro, vemos a un animal romántico y monógamo, que tal vez antaño fue tan delicado como el gato, ahora en contienda contra unas condiciones imposibles. El hombre tiene mucha culpa, y el papel que desempeña es todavía más arriesgado y maldito que el de Corin a ojos de Touchstone[6]. Pero la intervención del hombre ha conseguido, cuando menos, crear una situación imperial para las pocas damas que han sobrevivido. Y ellas, damas conscientes de su posición, reinan sin rival. El único caso del que tengo noticia en el que un perro ha superado a una esposa en el corazón de un hombre, el culpable fue indultado en cierto modo por las circunstancias de su historial: se trata de un pequeño skye terrier, bien criado, siempre alerta y negro como el azabache, con una mora negra por nariz y por ojos dos topacios escoceses. Para un observador humano el animal es decididamente bien parecido; sin embargo, para las damas de su raza resulta horroroso. Compuesto caballero de capa y espada de la cabeza a los pies, dotado de un innato sentido de galantería hacia sus congéneres femeninas, tomó de manos de estas la peor medicina. Le he oído balar como una oveja, le he visto sangrar, con la oreja trizada como el estandarte de un regimiento, y aun así, no se tomó represalias. Es más: cuando una mujer levantó la grosera correa contra la damisela perruna que le había maltratado de ese modo, mi pequeño valiente lanzó un gritito y se puso delante de la tirana. Esta es la historia de un alma trágica. Después de tres años de infructuosa hidalguía un día se liberó de pronto del yugo de la obligación. Si hubiera sido Shakespeare habría escrito Troilo y Crésida para marcar al sexo que le ofendía. Pero al no ser más que un insignificante perro, comenzó a morderlas. La sorpresa de las damas a las que atacaba indicaba la monstruosidad de su ofensa. Pero había atacado a su mejor ángel: había cometido un suicidio moral. Más o menos a la misma hora, despojándose de los últimos jirones de decencia, empezó a atacar también a los mayores. Vale la pena recordar este hecho, que muestra que las leyes de la ética son comunes a caninos y humanos y que en ambos una única violación, deliberada, de la conciencia lo desencadena todo. «Pero mientras la lámpara siga encendida», dice la paráfrasis, «puede regresar el último pecador». Me alegro de haber visto síntomas de penitencia efectiva en mi dulce rufián, y por el trato que aceptó sin rechistar el otro día de un indignado imparcial, empiezo a sospechar que el período de Sturm und Drang ha terminado.

Estos diminutos caballeros son, todos ellos, sutiles sofistas. Su obligación hacia la fémina can es simple, pero cuando distintas obligaciones entran en conflicto, se sientan y las estudian todas como si fueran confesores jesuitas. Conocí a otro pequeño skye, de aspecto y costumbres corrientes, pero de extrema amabilidad y sólido juicio. Su familia se fue a pasar el invierno fuera y durante ese tiempo le acogió un tío suyo que vivía en la misma ciudad. Pasado el invierno su familia regresó, y con su propia casa (de la que estaba muy orgulloso) disponible de nuevo, se encontró inmerso en un dilema, un conflicto de intereses entre la lealtad y la gratitud. No quería dejar de lado a sus viejos amigos, pero tampoco le parecía bien traicionar a los nuevos. Les contaré cómo resolvió el problema. Todas las mañanas, tan pronto se abría la puerta, salía Coolin a visitar a su tío: iba a ver a los niños a su habitación, saludaba a toda la familia y volvía a casa a tiempo para almorzar y recibir su bocado de pescado. No hacía esto sin cierto sacrificio por su parte, pues tenía que renunciar al honor especial que era la joya de su jornada: dar el paseo matutino con mi padre. Y tal vez por este motivo fue relajando su costumbre y al cabo regresó por completo a sus antiguos hábitos. Pero la misma capacidad de decisión le fue útil en otro caso de lealtades conflictivas más desestabilizador aún que surgió poco después. No era en absoluto un perro de cocinas, pero la cocinera le había cuidado con una amabilidad poco habitual en aquellos tiempos difíciles. Y aunque no la adoraba con la misma intensidad que a mi padre —esnob nato, tenía conciencia crítica de la posición social de la mujer, que no era más que una sirvienta— profesaba hacia ella una especial gratitud. En fin: la cocinera se marchó; se jubiló y se fue a vivir a su propia casa, a unas cuantas calles de allí. Pues allí estaba Coolin de nuevo, en la misma situación que cualquier joven que haya tenido la suerte de contar con una buena niñera. Su conciencia canina no resolvió el problema con una libra de té por Navidad. Y como ya no le contentaba hacerle una visita ocasional, comenzó a dedicar a su solitaria amiga las mañanas enteras. Y así, día a día, continuó aliviando la soledad de la mujer hasta que por alguna razón que nunca logré entender y que no apruebo en absoluto, le encerraron para impedirle que siguiera adelante con su costumbre. Aquí no es la similitud, sino la diferencia, lo que tenemos que destacar: los grados de gratitud, claramente marcados, y la duración de las visitas, proporcional a ellos. Es difícil imaginar algo más alejado del instinto, y a mí me sigue conmoviendo, incluso me provoca cierta inquietud, un temperamento tan desprovisto de espontaneidad, tan desapasionado en materia de justicia y que profesara una obediencia tan gazmoña a la voz de la razón.

No hay muchos perros como este buen Coolin y, desde luego, no hay muchos humanos. Pero es un carácter tipificado tanto en la familia humana como en la canina. Su objetivo no era la gallardía, sino una respetabilidad algo opresiva. Se la tenía jurada a lo inusual y a lo conspicuo, era admirador de la proporción áurea, una especie de tío de la ciudad mezclado con Cheeryble[7]. Y como era preciso y concienzudo en todos los pasos que daba en su ruta sin culpa, buscaba la misma precisión y aún más seriedad en relación con mi padre, que era su deidad. No se puede decir que fuera una prebenda ser el ídolo de Coolin: él mismo era tan exigente como el padre más rígido y, con cada señal de debilidad que apreciaba en el hombre al que tanto respetaba, se anunciaba la muerte de la virtud y la caída inminente de los pilares de la tierra.

He dicho que era un esnob, pero todos los perros lo son… aunque en diferentes grados. Es difícil determinar qué grado de esnobismo tiene cada uno, pues aunque creo que podemos apreciar diferencias de rango, no podemos captar cuál es el criterio que aplican. Así, por ejemplo, en Edimburgo, en buena parte de la ciudad había varias sociedades o clubs que se reunían todas las mañanas a —esta es la expresión técnica— «mezclarse un poco». Un amigo mío, dueño de tres perros, se sorprendió un día al observar que sus canes habían dejado un club y se habían unido a otro. Si fue un ascenso o un descenso, si fue el resultado de una invitación o de una expulsión, es algo que no podemos saber. Esto ilustra nuestra enorme ignorancia respecto a la vida real de los perros, sus ambiciones sociales y sus jerarquías. Al menos, en su trato con los humanos, no solo son conscientes de las diferencias de sexo: también lo son de las diferencias de estación. Y todo ello con la actitud más esnob posible. Porque el perro de un hombre pobre no se ofende si le mira un rico, y reserva su fealdad para aquellos que son más pobres o van más desarrapados que su maestro. Para cada estación tienen un ideal de comportamiento que el amo, so pena de derogación, hará bien en aceptar. ¡Cuántas veces no me habrá informado la fría mirada de algún ojo ajeno que mi perro estaba triste! De mejor grado hubiera aceptado él una paliza que sufrir esta herida donde se asienta la piedad.

Conocí a un perro que no era respetable. Era más bien como un gato: los hombres le preocupaban poco o nada, coexistía con ellos como nosotros como el ganado, y estaba entregado por entero al arte de la caza furtiva. No le querían en ninguna casa y él se negaba a vivir en la ciudad.

Llevaba, me da la impresión, una vida de placeres auténticos, aunque complicada. Sin duda pereció al caer en una trampa. Pero se trataba de una excepción, claramente una inversión del tipo ancestral, como el niño peludo. El verdadero perro del siglo XIX, a juzgar por el resto de mis amplios conocimientos, es un amante de lo respetable. Una vez una dama adoptó a un perro callejero. Mientras fue vagabundo, hizo lo que hacen los vagabundos: retozar en el barro, atacar los puestos de los carniceros, cazar gatos, mendigar… era un pícaro común y corriente. Pero con su ascenso social dejó de lado todos estos placeres absurdos: dejó de robar, dejó de perseguir gatos y, consciente del collar que llevaba puesto, empezó a ignorar a sus antiguos compañeros. Aun así la clase alta canina no reconoció ese ascenso suyo y, desde aquel momento —salvo por la compañía humana— estuvo solo. Sin amigos, apartado de sus entretenimientos y de sus hábitos de toda la vida, siguió viviendo feliz y en la gloria, contento con su recién adquirida respetabilidad, y sin más preocupación que llevarla con solemnidad. ¿Qué haremos con este perro que se hizo a sí mismo? ¿Elogiarlo? ¿O condenarlo? A sus semejantes humanos los elogiamos. Acabar con los malos hábitos es tan difícil en un perro como en un humano. En la mayoría de los casos, con todos los escrúpulos y todas las consideraciones morales, no les es fácil dejar los vicios con los que nacen y viven toda su vida glorificados por sus virtudes, pero esclavos de sus defectos. De modo que el sagaz Coolin fue un ladrón hasta el fin, y entre un millar de pecadillos lleva en su conciencia una oca entera y una pierna de cordero fría, también entera; pero Woggs[8], aquel perro cuya decadencia moral en cuestiones de gallardía he contado antes, solo robó un par de veces, que se sepa, y se ha sobrepuesto a las tentaciones. El octavo es su mandamiento favorito. Hay algo dolorosamente humano en estas virtudes desiguales y en la fragilidad terrena de los mejores. Y aún más doloroso es soportar a esta especie de profesores tartamudos en un hospital y aterrados ante la muerte. Para mí está fuera de toda duda que, de un modo u otro, el perro vincula, o confunde, la incomodidad de la enfermedad con la conciencia de culpa. A los dolores corporales añade muchas veces las torturas de la conciencia, y en momentos así sus protestas trasnochadas constituyen, en relación con el lecho de muerte de un ser humano, una parodia horrenda o un paralelismo.

Yo creí una vez que había encontrado relación inversa entre la doble etiqueta a que obedecen los perros; que los que están más habituados a la exposición que da la vida callejera, a vivir entre otros perros, eran menos cuidadosos en la práctica de las virtudes domésticas para con el tirano. Pero las féminas canes, ese amasijo de afectación carnavalesca, brilla igualmente en una esfera que en otra; dirige su grupito de pretendientes con tacto y afán inagotables; y con su amo y su ama practica las artes de la insinuación hasta sus más elevadas cotas. La atención del hombre y la consideración de los demás perros resultan muy halagadoras (o así lo parece) para una sensibilidad como la suya, pero tal vez si pudiéramos ver el interior de un corazón canino nos daríamos cuenta de que son halagadores en distintos grados. Los perros viven con el hombre como los cortesanos con un monarca: inmersos en la adulación que les proporcionan sus cuidados y llenos de prebendas. Lograr el favor de los humanos en este mundo de afinidades y caricias es, tal vez, lo más importante de sus vidas: su gozo es secundario. Me desespera esta persistente ignorancia nuestra. Leo en las vidas de nuestros compañeros caninos los mismos procesos de la razón, los mismos conflictos antiguos y fatales de lo correcto contra lo incorrecto, o los de una naturaleza libre con unas costumbres demasiado rígidas; los veo con nuestras mismas debilidades: vanidosos, falsos, inconstantes contra sus apetitos, y con la misma arrogancia en cuanto a la virtud que nosotros, entregados a la persecución de un ideal. Y sin embargo, como se paran junto a mí en la calle meneando la cola o vienen de uno en uno a llamar mi atención, me inclino a pensar que el objetivo secreto de sus vidas sigue siendo inescrutable para el hombre. ¿Es el hombre su amigo, o solo su patrón? ¿Realmente han olvidado la voz de la naturaleza? ¿O son esos momentos robados a la vida en la corte, en los que rozan el hocico al chucho del chatarrero, el breve placer y la fugaz recompensa de sus fugaces vidas? Sin duda, cuando un hombre comparte con su perro el esfuerzo de su trabajo y los placeres de su arte, como sucede con el pastor o con el cazador furtivo, los afectos se vuelven más cálidos y más fuertes, y crecen hasta llenar el alma. Pero tampoco hay duda de que los amos son también, en muchos casos, objeto de un culto que responde al mero interés: sentados como Luis XIV, dando y recibiendo elogios y favores. Los perros, como la mayoría de los hombres, han dejado de lado su verdadera existencia y se han convertido en marionetas de su ambición.

“El temperamento de los perros”, pertenece al libro “Vivir”, de Robert Louis Stevenson. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.