Poesía mexicana moderna – Por Octavio Paz

Desde que Pedro Henríquez Ureña señaló que las notas distintivas de la sensibilidad mexicana eran la mesura, la melancolía, el amor a los tonos neutros, las opiniones sobre el carácter de nuestra poesía tienden casi con unanimidad a repetir, subrayar o enriquecer estas afirmaciones. El introvertido mexicano ha creado una poesía sobria, inteligente y afilada, que huye del resplandor tanto como del grito y que, lejos del discurso y de la confesión, se recata, cuando se entrega, en la confidencia. Una poesía que al sollozo prefiere el suspiro, al arrebato la sonrisa, a la sombra nocturna y a la luz meridiana los tintes del crepúsculo. Ni sentimental ni sensitiva: sensible. Nuestra poesía, casi siempre académica, rigurosa y contenida, es una réplica a una geografía volcánica e indomada; representa el antípoda de una historia violenta y sanguinaria y de una política oscura y pintoresca; constituye el silencioso reproche a una pintura que, no contenta con declamar en los muros públicos, irrumpe en las luchas diarias y en la que no es posible distinguir todavía, al cabo de tantos años, la paja con que se nutren ciertos críticos del país y extranjeros del polvo de la propaganda equívoca. En suma, si fuese verdadera la imagen que nos ofrecen los críticos, nuestra poesía sería la otra cara, la de la vigilia, de un pueblo que si bien es callado y cortés, triste y resignado, también es violento y terrible, un pueblo que grita y mata cuando se emborracha o se enamora, aunque el resto del día permanezca hermético y velado, y que ha hecho, ciego y vidente a un tiempo, una revolución ayuna de teorías y a la que no podemos calificar de universal, sino de todo lo contrario: de intuitiva y oscura, cargada de pasiones más que de ideas, de impulsos más que de propósitos, explosión, más que revolución, de una conciencia reprimida.

México, uno de los pocos países que aún poseen eso que llaman color local, rico de antigüedad legendaria si pobre de historia moderna, parece que se siente avergonzado de sus dones, signos de su miseria y de su pureza, de su incurable incapacidad para vestir el uniforme gris de la civilización contemporánea. El mexicano necesita de la fiesta, de la Revolución o de cualquier otro excitante para revelarse tal cual es; su cortesía y su mesura no son más que la máscara con que su conciencia de sí, su desconfianza vital, cubren el rostro magnífico y atroz. México tiene vergüenza de ser y sólo en las grandes ocasiones arroja la careta, como esos adolescentes apasionados y taciturnos, siempre silenciosos y reservados, que de pronto asombran a las personas mayores con una acción inesperada. La historia nos enseña que la convulsión es nuestra forma de crecimiento. Bomba de tiempo, la sensibilidad mexicana parece complacerse en retrasar el reloj que ha de marcar el estallido final, la final revelación de lo que somos. Ese día, esa noche, subirá al cielo un árbol de fuegos de artificio y una columna de sangre. Mientras tanto, nos hundimos en nosotros mismos, preferimos el silencio al diálogo, la crítica a la creación, la ironía a la acción. El odio y el amor se abrazan en cada uno de nosotros y sus rostros se funden hasta volverse uno solo, indecible e indescriptible. Durante años hemos sentido hacia España un amor encarnizado, que nuestro orgullo encontraba culpable y que nos ha llevado a negarnos, negándola; y hemos hecho algo parecido con nuestro pasado indígena. Nos despedazamos a nosotros mismos con un extraño gusto por la destrucción y devoramos nuestros corazones con júbilo sagrado. En nuestras manos gotea un ácido que corroe todo lo que tocan. Vivimos enamorados de la nada pero nuestro nihilismo no tiene nada de intelectual: no nace de la razón sino del instinto y, por tanto, es irrefutable. Jamás han sido expresadas por el arte o el pensamiento estas oscuridades y luces de nuestra alma.

En fin, es innecesario extenderse en la consideración de la paradoja que parece constituir una literatura restringida, académica hasta cuando es romántica, frente a un país que nunca ha podido vestir con entera corrección el traje de la civilización racionalista.

Antonio Castro Leal es el crítico mexicano que con mayor inteligencia ha desarrollado, matizado y enriquecido estas ideas sobre la sensibilidad mexicana. Su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón es un ejemplo brillante, aunque no del todo convincente. Nada más natural, así, que unos cuantos esperásemos con impaciencia la aparición de su Antología de la poesía mexicana moderna. Al fin el público comprobaría que el período moderno no sólo es el más rico de nuestra historia literaria, sino que también es uno de los más intensos y significativos dentro del movimiento general de la poesía contemporánea en lengua española. En efecto, alguna de las aventuras más arriesgadas y ciertas de las obras más perfectas de la poesía hispánica son mexicanas. Ahora bien, han pasado varios meses desde la aparición del libro de Castro Leal y la crítica ha permanecido silenciosa —como si no se tratase de la obra de uno de nuestros críticos más distinguidos y, sobre todo, como si no se tratase de la poesía mexicana. Con mucha razón el mismo Castro Leal se ha quejado de la ausencia de «estudios serios» sobre su Antología. ¡Equívoca situación! Los críticos prefieren no comprometerse, ¡mientras hablan, interminablemente, de la responsabilidad social, política o metafísica del escritor! ¿Estamos vivos o muertos? ¿Es miedo, pereza, indiferencia? No me interesa averiguarlo. En cualquier caso es una deserción.

Las líneas que siguen no pretenden ser ese «estudio serio» que, con justicia, reclama Castro Leal. Pero sí son, por lo menos, la expresión de ese interés apasionado que toda obra humana aspira a despertar. Todo acto —y un libro es un acto— merece una respuesta. La mía es una réplica. De todos modos, me gustaría que Castro Leal entendiese que yo no le hago la ofensa de ignorarlo. Hablo de su libro porque me parece importante y, asimismo, porque juzgo que traiciona a aquello mismo que se propone servir. Toda crítica, aun la adversa, encierra un elemento de solidaridad, puesto que se rehúsa a la complicidad del «ninguneo» y del chisme maloliente.

Ante el libro de Castro Leal la primera pregunta que debemos hacemos es ésta: ¿se trata realmente de una antología de la poesía mexicana? No, a juzgar por el número de autores incluidos: más de un centenar de poetas en un poco más de cincuenta años de historia literaria. Catálogo de nombres, frente al cual se siente la tentación de repetir la frase célebre: «En Nueva España hay más poetas que estiércol». También resulta extraño que Castro Leal no haya incluido en su selección poemas en prosa. Daría muchos de los versos bien medidos de la Antología por dos o tres textos de Torri, Reyes, Owen y otros que han cultivado el poema en prosa, género que como pocos expresa la poesía de la vida moderna. Los reparos anteriores pueden juzgarse de poca monta. Pero ¿están de veras las obras más importantes, aquellas que dan fisonomía a nuestra poesía y la distinguen entre todas las que se escriben en español?

El libro tiene dos partes: la primera va de Gutiérrez Nájera a Carlos Pellicer; la segunda, de éste a nuestros días. La selección de la primera parte es, en lo esencial, acertada. La segunda revela incomprensión de lo que significa, quiere y es la poesía contemporánea. En primer término, Castro Leal ha decidido, en algunos casos, no publicar los poemas íntegros sino los fragmentos que le parecen mejores. El método no es reprochable; lo es la forma en que se han escogido los fragmentos. Pero lo más grave es que la selección no es buena y deja fuera a los poemas más representativos y característicos, los mejores y más intensos, de la poesía mexicana, salvo en el caso de Pellicer.

La imagen que el libro de Castro Leal nos ofrece de nuestra poesía es la de un arte correcto, que linda más con la artesanía que con la verdadera inspiración. Es posible que esto sea cierto, pero el «buen gusto» y la mesura académica no son toda nuestra poesía. En sus mejores momentos la poesía mexicana, como la de todos los pueblos, ha sido una aventura espiritual. Algunos de nuestros poetas han vivido el acto poético como erotismo y muerte, comunión o conocimiento; para otros, el poema ha sido diálogo con la mujer, el mundo o el espejo. Se han jugado el todo por el todo del poema en una imagen y no han sido infieles a la verdad vital de la poesía, que es algo más que un verso bien hecho.

Tanto en el prólogo como en las notas que preceden a cada selección aparecen ciertas palabras y frases que nos dejan vislumbrar la razón de las diferencias entre la primera parte del libro (que es excelente) y la segunda. Es significativa la abundancia de adjetivos como «sutil», «depurado», «suave», «discreto», «delicado». Castro Leal percibe y recoge con innegable fortuna los acentos velados, melancólicos y matizados. También es sensible a la riqueza rítmica del verso, al peso de la palabra y a las alas del adjetivo. La idea de que las notas predominantes de la literatura mexicana son el tono crepuscular y la melancolía discreta, lo lleva a reducir y recortar. Pero el procedimiento sacrifica la realidad a la teoría. El resultado, a la larga, es monótono. A fuerza de finura se acaba por sentir náuseas.

La introducción recoge y amplía, pero no mejora, estudios anteriores de Castro Leal. Los juicios críticos sobre los precursores y los poetas modernistas son penetrantes. Quizá exagera el ascetismo puramente exterior —más bien disciplina de atleta— del verso de Díaz Mirón. Pero los retratos de Othón, Urbina, González Martínez y el mismo Nájera son modelos de precisión y elegancia. En cambio, nada se nos dice sobre la significación del modernismo mexicano, sobre sus tendencias más profundas, su relación con nuestra tradición poética, sus afinidades y diferencias con el movimiento en otras partes de América y España o sobre su lugar en la poesía moderna universal. Crítico impresionista, Castro Leal pierde de vista las grandes líneas y, también, las tendencias más secretas de la aventura poética.

La figura de Tablada resulta empequeñecida. Tablada no sólo fue el más perfecto y flexible de los poetas de la Revista Moderna, sino que, gracias a su admirable espíritu de aventura, es uno de los padres de la poesía contemporánea en lengua española. Su ejemplo estimuló a López Velarde, Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza, Torres Bodet y Ortiz de Montellano. También es injusto afirmar que Tablada nada más fue un «cosmopolita». ¿Cosmopolita el hombre que asimiló y transplantó muchos acentos extranjeros sin traicionar jamás su español de mexicano? ¿Cosmopolita aquel que despertó con salvas de imágenes a los poetas jóvenes, adormecidos por el simbolismo moralizante de González Martínez? Inclusive en su período modernista, Tablada no fue ni más ni menos «afrancesado» que Gutiérrez Nájera, Nervo o Rebolledo. Más tarde su poesía nos hizo ver directamente nuestro paisaje y sus imágenes nos enseñaron a considerar el poema como un todo viviente, como un organismo animado. Basta leer los primeros poemas de Pellicer, la «Suite del insomnio» de Villaurrutia, Biombo de Torres Bodet, «Dibujos sobre un puerto» de Gorostiza, para darse cuenta de que sin Tablada sería otra la historia de la poesía mexicana. Entre la poesía de Un día, Li-po o El jarro de flores y la de los poetas de «Contemporáneos» hay una evidente, visible continuidad. En cambio, todos ellos rompieron con la manera de González Martínez.

Castro Leal señala que Reyes «no quiso darle a la poesía más que una parte de su corazón y de su tiempo». Reproche que no deja de ser curioso, si se piensa en la extensión que tiene la obra poética de Reyes, sin contar sus traducciones y sus ensayos sobre la poesía, quizá los más importantes en nuestra lengua. No es necesario repetir aquí lo que he escrito en otras partes sobre Reyes. Baste decir que sin él nuestra literatura sería media literatura.

Los párrafos sobre López Velarde son justos, aunque nada nuevo nos dicen. El lenguaje de López Velarde es un milagro pero nos gustaría saber algo acerca de sus orígenes. Las notas acerca del «estridentismo» carecen de simpatía. Ese movimiento, abortado, es cierto, representó de todos modos una saludable y necesaria explosión de rebeldía. Lástima que durara tan poco. Lástima, también, que no haya tenido herederos directos. Sobre las tendencias y significación del grupo «Contemporáneos» nada nos dice Castro Leal. Calla sus influencias y preferencias, su curiosidad intelectual y estética, su libertad moral, su intransigencia crítica, su amor por las artes plásticas (Tamayo, Lazo y Castellanos pertenecieron al grupo). Silencio sobre la extraña y dramática vida espiritual de Jorge Cuesta. Ni una palabra sobre el monólogo de Villaurrutia, ni sobre el sentido que para él tenían el sueño, el amor y la muerte «muda telegrafía a que nada responde…». Silencio, en fin, sobre el poema capital de José Gorostiza, una de las obras más importantes de la poesía moderna en lengua española. ¿Cómo es posible que ni siquiera se aluda a una poema que tanta influencia ha ejercido y que, torre de cristal y de fuego, está llamado a perdurar con la misma vida de las más altas creaciones del idioma? Gracias a los poetas de «Contemporáneos» penetran en nuestra poesía el mundo de los sueños, las misteriosas correspondencias de Baudelaire, la analogía de Nerval, la inmensa libertad de espíritu de Blake.

El mismo silencio frente al grupo de poetas que se agruparon en «Taller». Castro Leal piensa —guiado quizá por el título de la revista— que el «oficio» tuvo gran importancia para nosotros. Me parece que la idea de Solana, fundador de la revista, era otra: concebía a «Taller» como fraternal y libre comunidad de artistas. Cierto, los problemas técnicos —quiero decir: el lenguaje— constituyeron una de nuestras preocupaciones centrales. Pero jamás vimos la palabra como «medio de expresión». Y esto —nuestra repugnancia por lo literario y nuestra búsqueda de la palabra «original», por oposición a la palabra «personal»— distingue a mi generación de la de «Contemporáneos». La poesía era actividad vital más que ejercicio de expresión. No queríamos tanto decir algo personal como, personalmente, realizarnos en algo que nos trascendiese. Para los poetas de «Contemporáneos» el poema era un objeto que podía desprenderse de su creador; para nosotros, un acto. O sea: la poesía era un «ejercicio espiritual». De ahí nuestro interés por Novalis, Blake y Rimbaud. A todos nos interesaba la poesía como experiencia, es decir, como algo que tenía que ser vivido. Veíamos en ella a una de las formas más altas de la comunión. No es extraño, así, que amor y poesía nos pareciesen las dos caras de una misma realidad. O más exactamente: las dos alas. El amor, como la poesía, era una tentativa por recobrar al hombre adánico, anterior a la escisión y a la desgarradura.

Estas breves notas muestran influencias y afinidades con los místicos, los surrealistas y ciertos escritores como D. H. Lawrence y algunos románticos alemanes e ingleses. Pero no nos interesaba el lenguaje del surrealismo, ni sus teorías sobre la «escritura automática»; nos seducía su afirmación intransigente de ciertos valores que considerábamos —y considero— preciosos entre todos: la imaginación, el amor y la libertad, únicas fuerzas capaces de consagrar al mundo y volverlo de veras «otro». Nada más natural que en ese estado de espíritu volviésemos los ojos hacia ciertos poetas de nuestra lengua tocados por el surrealismo y que encarnaban con brillo sin igual estas tendencias: Cernuda, Aleixandre, Neruda, Larrea, Prados, Lorca, Altolaguirre, Alberti. Creo que ellos influyeron más profundamente en nuestra generación que los «Contemporáneos». En los primeros poemas de Huerta es visible la presencia de Aleixandre, Larrea y Neruda. En Quintero, quizá, influyó sobre todo Neruda (influencia que luego eliminó del todo). La poesía de Luis Cernuda —tras varios contactos anteriores— contribuyó a iluminarme por dentro y me ayudó a decir lo que quería. A todos nos molestaba un poco lo que llamábamos el «intelectualismo» de «Contemporáneos». Concebíamos a la poesía como un «salto mortal», experiencia capaz de sacudir los cimientos del ser y llevarlo a la «otra orilla», ahí donde pactan los contrarios de que estamos hechos.

Una experiencia capaz de transformar al hombre, sí, pero también al mundo. Y, más concretamente, a la sociedad. El poema era un acto, por su naturaleza misma, revolucionario. Castro Leal ofrece una explicación muy superficial de nuestra actitud cuando afirma que algunos de nosotros «abrazamos las causas sociales» —como si la sociedad y sus «causas» fueran algo externo, objetos o cosas. No, para nosotros la actividad poética y la revolucionaria se confundían y eran lo mismo. Cambiar al hombre exigía el cambio de la sociedad. Y a la inversa. Así pues, no se trataba de un «imperativo social» —para emplear el lenguaje de Castro Leal— sino de la imperiosa necesidad, poética y moral, de destruir a la sociedad burguesa para que el hombre total, el hombre poético, dueño al fin de sí mismo, apareciese. Esta posición —que nos llevó a fraternizar con un viejo y amado poeta español: León Felipe— puede resumirse así: para la mayoría del grupo, amor, poesía y revolución eran tres sinónimos ardientes.

Todos hemos cambiado. Algunos han muerto, otros han renunciado. Las posiciones de los que hemos quedado —eso que llaman «ideología»— nos colocan a veces en bandos distintos. El grupo se desgarró. Nosotros mismos, por dentro, estamos desgarrados. Es triste reconocer que no es para mañana el reinado del hombre. Desde 1936, el año en que se inicia la guerra de España, decisiva para mi generación, han pasado muchas cosas. Del bombardeo de Madrid a las nuevas armas nucleares, de los procesos de Moscú a la ejecución de Beria, se han dado pasos inmensos: se mata ahora más simplemente. Pero nada de esto da derecho a Castro Leal para afirmar que algunos de nosotros hemos renunciado a las creencias de nuestra juventud. Se trata de algo de mayor gravedad y de problemas que, me temo, ni sospecha siquiera nuestro crítico.

No quisiera terminar sin aclarar, nuevamente, en qué sentido me parece que la experiencia de la poesía moderna —desde los románticos alemanes e ingleses hasta el surrealismo— aún tiene vigencia. El surrealismo, como tendencia artística, ha hecho sus pruebas. Nada hay que agregar, porque lo hecho fue bien hecho. Pero la doble consigna de mi juventud —«cambiar al hombre» y «cambiar la sociedad»— todavía me parece válida. Creo que piensan lo mismo algunos de mis antiguos compañeros y la mayoría de mis nuevos amigos. Para todos nosotros la edad de la reconciliación del hombre consigo mismo, las bodas de inocencia y experiencia, serán consagradas por la poesía. El mundo se ordenará conforme a los valores de la poesía —libertad y comunión— o caerá en la barbarie técnica, reino circular regido por los nuevos señores: el policía y el «experto en la psicología de las masas». A esto se reducen nuestras creencias políticas, sociales y poéticas.

“Poesía mexicana moderna”, pertenece al libro “Las peras del olmo”, de Octavio Paz. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.