De joven yo era arrogante y no me interesaban más que los filósofos y su jerga. Valéry era entonces un dios que no me preocupaba en absoluto, al que no hacía el mínimo caso. El culto que se le rendía me pareció indebido, e incluso ridículo, hasta el día en que caí por casualidad sobre este fragmento de frase: «… el sentimiento de serlo todo y la evidencia de no ser nada». Esta magnífica trivialidad fue para mí un acontecimiento, tras el cual me puse a leer a Valéry, al prosista, por supuesto. Pues nunca he podido comprender que hiciese una carrera de poeta. Abro «La joven Parca»: malestar incalificable, el mismo que siempre he experimentado ante semejante elaboración hiperconsciente, artificial, penosa en grado sumo (que le exigió, miseria vertiginosa, una centena de borradores). Por más que lo intento, no puedo continuar. ¿Releeré «El cementerio»? Renuncio a ello: es demasiado perfecto. La indigencia de la poesía francesa en general es casi trágica. Por todas partes ese gusto desastroso por la perfección, por la perfección vacía, a causa del cual perecerá. En el caso de Valéry las cosas se complican, pues sus teorías sobre la poesía son un crimen contra la poesía: esterilizantes, peligrosas, consagran y reivindican la impotencia, asimilan el acto poético a un cálculo, a una tentativa premeditada. La poesía es todo salvo eso: la poesía es inacabamiento, explosión, presentimiento, catástrofe. No esa geometría cargante ni esa sucesión de adjetivos exangües. Somos todos demasiado vulnerables, estamos demasiado cansados, y en nuestra fatiga somos demasiado bárbaros para apreciar aún esas galas y esas joyas. La palabra oficio, atroz aplicada a un poeta, Valéry la merece totalmente. ¿Cómo un espíritu tan desengañado como él pudo extraviarse hasta ese punto? Debería haberse dedicado al poema didáctico, único género que le hubiese convenido realmente, haber tomado como modelo a Lucrecio en lugar de a Mallarmé, y haber puesto en verso la filosofía de Comte o de Spencer. Para la poesía se necesita un desequilibrio especial, que él no tuvo la suerte de padecer. El moralista no es, por definición, poeta; y Valéry es un moralista, comparable a los mayores, tan hábil como ellos en el arte de elevar sus secretos al rango de verdades impersonales, como lo demuestran sus libros de aforismos, cuyo fondo es despiadado e incluso feroz, a pesar de una apariencia de desenvoltura. En cuanto se trata de emitir un juicio sobre las costumbres o el estilo de una época, Valéry se halla en su elemento. Su prólogo a las Cartas persas es una obra maestra: no conozco nada más conciso y sutil sobre la Ilustración. Abundan en él las alusiones a nuestra época, a las dificultades y las contradicciones de la libertad; me inclino incluso a ver en ese texto una apología del «despotismo ilustrado», único régimen que, dicho sea entre paréntesis, puede seducir a un espíritu desengañado, incapaz de ser cómplice de las revoluciones, dado que ni siquiera lo es de la historia.
De ésta, en el doble sentido de saber y de devenir, Valéry fue un enemigo constante, apasionado. No cesó de denunciarla y de rebajarla. Sin embargo, ello no le impidió poseer un excelente olfato histórico, y comprender maravillosamente el sentido de numerosos acontecimientos. Su incapacidad para la utopía le ayudó sin duda a ello. En su papel de espectador, no se le sorprende nunca en flagrante delito de ingenuidad. La lucidez, que tan bien calificó de «mortífera», tenía en él la dignidad de un defecto, y es en ella donde hay que buscar el origen de su interés por el drama de ser consciente y más precisamente de saber que se es consciente. Ser consciente es una calamidad; ser doblemente consciente es padecer una doble calamidad, cuya expresión inmediata e inevitable es el hastío, mal noble sin el cual Valéry nunca hubiera tenido acceso a ciertos abismos, sin el cual sobre todo no hubiese comprendido a Pascal hasta el punto de temerlo y odiarlo. No quería exponerse a los mismos peligros ni a las mismas perplejidades que él; de ahí que no haya dedicado más que sarcasmos a las aventuras interiores o a las tribulaciones metafísicas. El hastío fue su mal y su obsesión, su experiencia capital, y para huir de él se refugió en esa elegancia ininterrumpida que confiere a su obra cierta monotonía.
Los positivistas (y él lo fue) acaban fácilmente cayendo en la teología. Valéry hizo del lenguaje su dios, se entregó a él, como todos aquellos que, una vez excluido lo absoluto, se aferran a sucedáneos. Escogió las apariencias, se convirtió, él, tan atento al matiz, en un fanático del verbo, o, si se prefiere, de la «forma». Fue ésa su manera de hundirse. Pero hoy, naufragio mucho más grave, no se cree ya en el verbo sino en la ciencia del verbo. A la pasión por el lenguaje ha sucedido la lingüística, nueva prueba, si falta hiciera, de nuestra decadencia espiritual. Lo derivado sustituye en todo a lo original, a lo esencial. La idolatría del lenguaje representaba ya un paso lamentable hacia esa decadencia. ¿Qué decir entonces de esta segunda idolatría, mucho más desmoralizadora que la primera?
No es verdad que un poema se haga con palabras. Nada se hace con palabras. Las palabras son accesorios o pretextos. Esto se olvida demasiado, y de ahí que la literatura —y todo— languidezca en este continente —desde hace tiempo, debemos reconocerlo. Es necesario un mínimo de fatalidad en las cosas del espíritu, como en las demás. La vida, la sangre han desertado este rincón del mundo. Valéry es el representante más destacado en el crepúsculo occidental.
“Valéry y los estragos de la perfección”, pertenece al libro “Ejercicios de admiración y otros textos”, de Emil Cioran. Consultar la fuente original para mayor precisión en el texto.